Una idea central...

Somos La Iglesia católica


Nuestra familia está compuesta por personas de toda raza. Somos jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, pecadores y santos.

Nuestra familia ha perseverado a través de los siglos y establecido a lo ancho de todo el mundo.

Con la gracia de Dios hemos fundado hospitales para poder cuidar a los enfermos, hemos abierto orfanatorios para cuidar de los niños, ayudamos a los más pobres y menos favorecidos. Somos la más grande organización caritativa de todo el planeta, llevando consuelo y alivio a los más necesitados.Educamos a más niños que cualquier otra institución escolar o religiosa.

Inventamos el método científico y las leyes de evidencia. Hemos fundado el sistema universitario.

Defendemos la dignidad de la vida humana en todas sus formas mientras promovemos el matrimonio y la familia.

Muchas ciudades llevan el nombre de nuestros venerados santos, que nos han precedido en el camino al cielo.

Guiados por el Espíritu Santo hemos compilado La Biblia. Somos transformados continuamente por Las Sagradas Escrituras y por la sagrada Tradición, que nos han guiado consistentemente por más de dos mil (2’000) años.

Somos… La Iglesia católica.

Contamos con más de un billón (1’000’000’000) de personas en nuestra familia compartiendo los Sacramentos y la plenitud de la fe cristiana. Por siglos hemos rezado por ti y tu familia, por el mundo entero, cada hora, cada día, cada vez que celebramos La Santa Misa.

Jesús de Nazaret ha puesto el fundamento de nuestra fe cuando dijo a Simón-Pedro, el primer Papa: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella» (Mt. XVI, 18).

Durante XX siglos hemos tenido una línea ininterrumpida de Pastores guiando nuestro rebaño, La Iglesia universal, con amor y con verdad, en medio de un mundo confuso y herido. Y en este mundo lleno de caos, problemas y dolor, es consolador saber que hay algo consistente, verdadero y sólido: nuestra fe católica y el amor eterno que Dios tiene y ha tenido por toda la creación.

Si has permanecido alejado de La Iglesia católica, te invitamos a verla de un modo nuevo hoy, visita www.catolicosregresen.org.

Somos una familia unida en Cristo Jesús, nuestro Señor y Salvador. Somos católicos, bienvenido a Casa...

Contenido del Blog

Malicia intrínseca del pecado

Por Mons. Francisco José Arnáiz

Adviento es tiempo de prepararnos a celebrar con provecho espiritual la aparición de Dios en forma humana entre nosotros. Tratándose de una preparación espiritual es evidente que incluye limpiarnos de todo pecado. Pensar y arrepentirnos de ellos. Un modo de hacerlo es reflexionar seriamente en su malicia intrínseca.

A nivel racional el pecado es reprobable, inaceptable, por ser una acción irracional que no concuerda con la dignidad del ser humano. Su gravedad, sin embargo, no queda restringida a esto. Es mucho más compleja.

La comprensión de esta complejidad exige explicitar dos presupuestos previos.

Uno teológico y otro antropológico.

El primero se refiere a Dios y el segundo a la estructura dinámica del ser humano.

Veamos el presupuesto teológico. Dios no sólo crea por amor al ser humano, sino que alejado este por el pecado, le ofrece amorosamente el perdón y la reconciliación y, una vez reconciliado, la participación en la vida divina. No es otra cosa el misterio de salvación realizado de una vez para siempre por Cristo, Señor nuestro.

Esto supuesto, jamás se entenderá la gravedad del pecado en toda su profundidad si no se tiene en cuenta el inenarrable amor de Dios, manifestado en la creación y en la obra redentora de Cristo.

Todo pecado incluye necesariamente no sólo una incomprensible ingratitud respecto a Dios sino un rechazo explícito de la obra redentora de Cristo. El pecador antepone una satisfacción propia al plan excelso de Dios para él; el amor a si mismo al amor de Dios a él y al amor de él a Dios.

San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales, en la meditación sobre el pecado, pide que se haga este coloquio que trascribo textualmente:

Imaginando a Cristo Nuestro Señor delante y puesto en cruz hacer un coloquio: cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así morir por mis pecados. Otro tanto, mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo y lo que debo hacer por Cristo” (EE. N. 53).

Ante estos planteamientos se entiende perfectamente que los santos sientan tanta o mayor compunción o dolor por sus faltas y fallos no graves, que la que sienten los pecadores por sus graves pecados. En el trasfondo de este fenómeno está su fina conciencia del amor de Dios a ellos.

Analicemos ahora el presupuesto antropológico.

Todo acto humano tiene dos dimensiones ineludibles que deben ser tenidas muy en cuenta. Una dimensión externa o periférica y otra interna y honda del Yo profundo de la persona.

El ser humano, al hacer un acto moral, encomiable o vituperable, no sólo realiza explícita y temáticamente una acción concreta, sino que en lo profundo de su ser personal, espontánea o deliberadamente, explícita o implícitamente, opta a favor o en contra de Dios, principio y fin último suyo. Si lo hace deliberadamente, la culpabilidad es actual. En cambio si lo hace indeliberadamente, de un modo mecánico, la culpabilidad está “in causa”, es decir en las opciones anteriores que han creado tal automatismo.

De acuerdo con este planteamiento, el Yo profundo de la persona se realiza en actos concretos que son expresión y signo de la dirección que ha asumido la persona a favor o en contra de Dios.

Aquí radica su importancia.

Subrayados estos dos presupuestos, lo primero que hay que decir es que el pecado en sí, al margen de la percepción (comprensión subjetiva) que de él haga el pecador, es en definitiva un rechazo de la amistad de Dios en esa relación interpersonal que existe entre Dios y el ser humano, lo sepa o lo ignore, lo acepte o lo rechace.

Para comprender, pues, la hondura y gravedad del pecado, del comportamiento negativo del ser humano, es necesario resaltar el olvido, que tal comportamiento comporta, del amor de Dios al ser humano que se manifiesta en Cristo. Las imágenes bíblicas de ruptura de la alianza, de prostitución, de hijo que rompe con su padre y se marcha a dilapidar su hacienda no pretenden otra cosa que desentrañar la gravedad del pecado. El elemento esencial del pecado es teológicamente el rechazo del amor del Padre, del Hijo hecho hombre, Cristo, y del Espíritu Santo que “escribe e imprime la ley del amor en el corazón de los seres humanos”.

La Moral Clásica hablaba del pecado en términos de “aversio a Deo et conversio ad creaturas”, dar las espaldas a Dios para entregarse a las criaturas. El entregarse a las criaturas es elemento secundario en cuanto que es optar por un bien concreto natural que se realiza temática y explícitamente por un acto concreto. El dar las espaldas a Dios es el elemento primario porque procede del centro de la persona, del Yo profundo.

Este dispone de sí mismo respecto a Dios a través de una opción fundamental, real aunque no siempre consciente, implícita siempre en el acto concreto explícito.

El núcleo del problema está en que el acto concreto procede de la libertad física de elección en el ser humano, mientras que la opción profunda respecto a Dios procede de la libertad trascendental.

Esta libertad no dice relación a este o a aquel acto concretos sino a la disposición honda de la persona. Disposición de aceptación o rechazo de Dios, de sumisión o rebeldía, de fidelidad o infidelidad, de gratitud o ingratitud, de obediencia o desobediencia.

En un cristiano, por otro lado, el rechazo del amor de Dios incluye explícita o implícitamente el rechazo de Cristo y de su obra redentora y santificadora.

Bajo otro punto de vista, el estado del pecador, que refleja el pecado, es un estado egocéntrico. Todo lo contrario de lo que debe ser el del ser humano, que teniendo su origen en el amor debe ser en todo momento donación de si mismo a Dios y al prójimo. Todo el que viene a la vida, nace y crece deudor de Dios y de todos los que le rodean.

El pecado no es simplemente un suceso.

Es destrucción de la persona en cuanto persona, señor y responsable de si mismo. No se tiene pecados sino que uno es pecador. Por estar el Yo profundo implicado siempre en el pecado, el pecado no es cuestión ya de simple conducta sino problema de personalidad.

Caben dos extremos insensatos ante el pecado: el de exculparse de él y el de desconfi ar del perdón por parte Dios.

El problema no es caer sino el de permanecer caído.

Respecto a la culpabilidad ajena, Jesucristo sabiamente advirtió: “No juzguen y no serán juzgados”. El verdadero veredicto de la culpabilidad pertenece exclusivamente a Dios que “ve lo que hay en el interior del ser humano”. Este es un ser reactivo, más indefenso al estímulo de lo que normalmente se piensa.

La fuerza del estímulo y la incontenibilidad ante él depende mucho de su sistema de percepción, de sus conocimientos y experiencias previas, de su escala de valores, de su cultivo, de la herencia recibida, de su fi siologismo y del medio en que ha nacido y en el que se ha desarrollado. Todo pecado deja su huella y la conciencia es insobornable.

Ante el pecado hay una culpabilidad genuina y otra, patológica, a la que hay prestar atención.

Sería un error restringir la culpabilidad religiosa a lo psicológico. La culpabilidad religiosa genuina no se da sin una referencia directa a Dios. Sólo a la luz de quién es Dios y quién es Cristo Nuestro Señor se comprende el pecado en toda su complejidad y se siente profundo dolor y vergüenza de él. Es más, a medida que uno penetra más en Dios y en Cristo Nuestro Señor, más pecador se siente uno y más culpable. Es el caso de los santos.

Curiosamente, en esta referencia a Dios y a Cristo está la solución a todo mecanismo posible de culpabilidad patológica. Dios que es amor y que ha encarnado su amor misericordioso en Cristo ofrece generosamente de antemano el perdón a nuestras prevaricaciones y hace de este modo que la culpabilidad religiosa nunca sea neurotizante. No sólo esto sino que la conciencia de la bondad indulgente de Dios resulta altamente terapéutica.

La liberación de la angustia, resultante de haberse uno comportado indebidamente, no se obtiene en este caso por la negación de la culpa (terapia inoperante) sino por la integración eficaz del amor misericordiosísimo de Dios. Es oportuno, por otro lado, resaltar que el sentimiento patológico de culpabilidad no viene estrictamente de la culpa en si sino del sujeto, previamente neurótico o sicótico, que la siente.

En este caso la labor del psiquiatra no debe ser suprimir el sentimiento objetivo de culpabilidad, sino descubrir la neurosis o psicosis profunda que hace que el individuo en cuestión dé a la culpabilidad dimensión neurótica y curar esa neurosis.

Una fina percepción de las relaciones de Dios con uno y de la persona y de la obra de Cristo hace que individuos deseosos de llevar una vida progresivamente más santa sientan fuerte dolor de sus pecados que otros los considerarían muy leves. El dolor en ellos lo provoca no la materia en la que delinquen sino Dios y Cristo contra los que delinquen. Muy correcto y muy coherente.