Por Alicia Estévez (alicia.estevez@listindiario.com)
Tenía una idea equivocada sobre la culpa. Creía que cuando
una persona no podía perdonarse por haber fallado, esto se debía a su humildad,
a que contaba con una conciencia sana y alerta que le indicaba la gravedad de
su pecado. Asociaba el remordimiento con la idea de un padre o una madre muy
correctos que te hacen mirar tus traspiés y avergonzarte por ellos. Creía que
mientras más culpa, menor era la valoración que tenías de ti misma. ¡Qué va! Es
todo lo contrario.
Gracias a unas explicaciones que escuché, de religiosos y
expertas de la conducta, comprendí que quien nos impide perdonarnos no es la
humildad, sino el ego. Es esa creencia de que somos seres por encima del resto
de mundo, lo que nos incapacita para aceptar que, como todos los humanos,
fallamos. El ego dificulta que reconozcamos la falta, pidamos perdón a quien
herimos y nos demos la oportunidad de continuar nuestras vidas con la lección
aprendida.
Entendí que Dios nos perdona pero, cuando somos muy
orgullosos, nosotros no. Nos auto-destruimos en lugar de aceptar que no somos
infalibles, que tropezamos y es necesario seguir con la consecuencia de ese
tropezón a cuesta.
Un sacerdote ilustró este planteamiento, sobre la culpa y el
ego, con un ejempló bíblico inmejorable: los casos de Pedro y Judas. Pedro le
falló a Jesús, lo negó tres veces, tal y como el maestro lo había vaticinado.
Luego, el apóstol sintió un gran arrepentimiento y una enorme culpa. A su vez,
Judas también traicionó a Jesús, lo vendió por unas monedas y, al igual que
Pedro, se arrepintió de su manera de proceder. Lo que diferencia el papel que
ambos ocupan en la historia del cristianismo es cómo actuaron después. Pedro
reconoció su falta, se arrepintió y utilizó ese arrepentimiento para enmendar
su camino hasta el punto de ofrendar su vida defendiendo su fe. De su lado,
Judas no fue capaz de perdonarse, dejó que el peso de su error lo aplastara y
tomó la fatal decisión de suicidarse. Prefirió auto-destruirse en lugar de
hacer frente al reto de enmendarse. Actuó movido por el ego, no por la humildad
y el arrepentimiento.
Así que si la culpa le atormenta, pese a que otros ya le
perdonaron o usted hizo lo que correspondía, recuerde que no somos infalibles,
errar es de humanos. Reconozca su error, enmiéndelo y permítase sanar que si
Dios no almacena rencores, usted tampoco debe hacerlo y menos contra sí mismo.