Por Josep Miró i Àrdevol
En este mar de malas noticias en que vivimos
instalados, creo que puede ayudar en buena medida leer dos libros. Uno tiene
bastantes años a su espalda y bastante notoriedad, se trata de La piel, de
Curzio Malaparte; el otro es mucho más reciente y es obra de un historiador
solvente, Keith Lowe, y se trata de El continente salvaje. El denominador común
entre ambos es la descripción de Europa justo después de finalizar la Segunda
Guerra Mundial. En nuestra visión habitual, este período está absolutamente
olvidado. De hecho, ganadores y perdedores contribuyeron al olvido, y también lo
hizo un hecho profundamente positivo como fue la reconstrucción europea que
empezó a cuajar a finales de los años 50.
Pero, antes que esto, durante
bastante tiempo, Europa vivió en un período bárbaro. No había ley, no había
orden, hombres armados deambulaban por las calles, describe Lowe, cogiendo lo
que querían dentro de la miseria absoluta que existía. La prostitución alcanzó
cotas masivas a la búsqueda de la satisfacción de las más elementales
necesidades, como la comida. No había trenes, ni puentes, ni tiendas, ni
correos, ni teléfonos. No había moral, solo un brutal espíritu de supervivencia
y también, como todo lo que acompaña a un sangriento conflicto, de venganza. Fue
algo terrible, difícilmente podrían imaginar aquellos hombres y mujeres de
veinte y treinta años que su vida podría transcurrir en el futuro plácidamente y
que terminarían pasando las vacaciones en las costas soleadas de Italia o de
España. Todo era negro y sin salida, de una negritud mucho más terrible que la
que ahora vivimos, infinitamente más terrible.
Pero Europa se alzó y tres
nombres simbolizan este renacimiento: Adenauer, Schuman y De Gasperi, los dos
últimos en proceso de beatificación. Tres cristianos comprometidos políticamente
con su tiempo, y una gran fuerza reconstructora que hizo posible la
reconciliación y el resurgir económico: la Democracia Cristiana. Pero para que
todo esto fuera posible era necesario algo más: un gran capital moral. Pasado el
trauma inmediato de la posguerra, muchas gentes se levantaron con esperanza y
empezaron de nuevo. Muchos tuvieron la sensación de un nuevo comienzo mucho más
pacífico, democrático, benevolente. Para ello necesitaron algo que es
imprescindible, que está en la base de todo funcionamiento, el capital moral, un
sistema de valores y virtudes compartidos que es de una naturaleza tal que es
capaz de generar con su existencia externalidades positivas en bienes y
servicios. La riqueza de las naciones es precisamente ésta. Ni la tierra, ni el
capital ni el trabajo, ni la investigación, ni el conocimiento, porque ninguno
de ellos se articula y funciona bien si no existe este gran aglutinante que es
el capital moral.
El problema de España, en último término, no es la
crisis, es la destrucción de su capital moral, la incapacidad para disponer de
un relato común, no forjado por mitos sino por valores y virtudes, que nos
permita recuperarnos de la crisis. Se trata de compartir los que tenemos más con
los que tenemos menos, acudiendo poco a las leyes de la economía y mucho más a
las leyes de la solidaridad. Siendo conscientes de que solo con el esfuerzo, es
decir con la exigencia, la eficacia, la productividad, conseguiremos tirar
adelante, pero sabiendo también que solo la justicia, es decir el reparto
proporcional de las cargas de la crisis, más a quienes más tienen, permitirá
reconstruir este capital moral que por definición solo puede ser colectivo.
En realidad, lo que nos está sucediendo a pesar de la gravedad del paro,
de los recortes en las prestaciones, es poca cosa comparado con otras
situaciones graves que se han vivido en Europa o en el propio país. Yo no tengo
un recuerdo de la inmediata posguerra, pero sí la memoria de las narraciones de
mi padre y de mi madre sobre la dureza de aquellos momentos y la falta de
horizontes. Y, a pesar de ello, consiguieron avanzar y dotarnos de la sociedad
del bienestar en la que mejor o peor hoy vivimos todos, en condiciones
infinitamente superiores a las que tuvieron nuestros antecesores en los años
cuarenta y buena parte de los cincuenta.
El peso que nos ahoga es
superior porque carecemos de ese capital moral, que es capaz de dotarnos de
esfuerzo y respuestas para el presente y esperanza hacia el
futuro.-
Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro
del Consejo Pontificio para los Laicos