Por Luis Fernández Cuervo
¿Por qué pudo ser tan extenso, tan globalizante, el miedo a que el mundo fuera a desaparecer el pasado 21 de diciembre? ¿Por qué, cada cierto tiempo, con bases mínimas o con ninguna, surgen estas oleadas mundiales de pánico? Es un asunto que merece la pena detenerse a pensar donde está la causa.
No vale explicarlo por las rápidas y extensas tecnologías de comunicación de alcance mundial. Esos mismos medios sirvieron también para difundir la verdad de que los mayas no habían vaticinado tan desastroso fin. La causa profunda ya la diagnosticó con su aguda inteligencia, el escritor inglés G.K. Chesterton, a comienzos del siglo pasado, cuando dijo que si se deja de creer en Dios, pronto no se cree en nada y entonces viene lo peor: que se pasa a creer en cualquier cosa. Y esta es la situación actual para grandes masas de gente, en la civilización que hasta finales del siglo diecinueve era todavía una civilización cristiana.
Está dentro de la naturaleza humana la necesidad de Dios, de lo infinito y de verdades firmes, seguras y universales. Está la necesidad de respuestas al sentido de la propia vida (¿para qué vivo?) y al sentido de la muerte, la propia y la de todos (¿todo se acaba con ella?).
Actualmente existe gente que niega esa necesidad de Dios; ha dejado de creer en él, vive su vida, sin afirmarlo ni negarlo, y dicen que no lo necesitan para vivir una vida pacífica y honesta, aportando, con su trabajo y otras obras, su cuota positiva para la buena marcha social. Pero el panorama general muestra algo más sombrío: que donde Dios desaparece, primero se enturbian y se debilitan los valores éticos, después aparece el relativismo y después vienen la fe en alguno de los ídolos; se pasa a creer, con carácter de absoluto, en el espiritismo o en la raza, la revolución, el comunismo, la ciencia, la New Age, los extraterrestres, la fuerza cósmica, o cualquier otra falsedad. Se redujo primero la existencia humana a dimensiones inmediatas, horizontales y prácticas, después se busca algo absoluto, divino, donde no está y el fracaso se ahoga en el placer, el sexo, la droga y se manifiesta en pánicos absurdos.
La creencia en Dios lleva a creer en sus leyes para los seres humanos, en el valor de la libertad para elegir la verdad, el bien, el amor y los compromisos que esos tres valores conllevan. Sirve para encontrar que los seres humanos, tanto los hombres como las mujeres, solo logran su realización en la entrega de ellos mismos a los otros- Y para la mayoría eso ocurre en el matrimonio, la familia y los hijos.
Cuando Dios falta, la libertad se torna en la esclavitud del egoísmo, la autorrealización sin compromisos perdurables. Aumentan las infidelidades, los divorcios, la anticoncepción, el aborto, etc. La felicidad profunda y la paz de la conciencia se hacen imposibles y eso se manifiesta en el horror a la soledad y al silencio.
Un paso más en esta crisis actual está en negar que los seres humanos tengan una naturaleza. Así lo hace la ideología de género, con sus nuevas directrices de la sexualidad, como señala Gilles Bernheim, gran rabino de Francia, en un estudio sobre la familia. Dios ya no cuenta, ahora se trata de que cada ser humano sea su propio dios y creador de su género.
Los que viven dentro de estos falsos valores son los que muestran su debilidad ante estas crisis de pánico mundial, ya sea por una epidemia, un presunto aerolito, o una falsa profecía de los mayas. Los cristianos verdaderos - los que no ponen a Dios entre paréntesis- se han estado riendo de ese inminente fin del mundo y lamentando una evidencia: que cuando se niega a Dios, se niega la naturaleza humana y tarde o temprano ésta se degrada y se corrompe.