Por Juan Manuel de Prada
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Algunos de mis amigos se han apartado de la práctica religiosa, o incluso han renegado de la Iglesia ´institucional´, porque han descubierto en muchos católicos una inconsecuencia fatal entre la fe que aseguran profesar y las obras por las que, según reza el Evangelio, se deben distinguir los verdaderos discípulos de Jesús. Este mal del fariseísmo metido en el corazón de la Iglesia es sin duda el más grave de cuantos corrompen la fe, y el más difícil obstáculo para la evangelización: no en vano Jesús hizo de la lucha contra el fariseísmo un empeño personal constante (no hay pecado que reciba más condenas y execraciones en su predicación); y no en vano sus detractores más enconados, quienes finalmente lo llevaron a la Cruz, fueron los fariseos maquinadores, que no soportaban su denuncia implacable y acérrima: raza de víboras, sepulcros blanqueados, etcétera.
El fariseísmo es la causa principal de la apostasía generalizada que aflige a la Iglesia; a esta causa endógena se suman, por supuesto, otras muchas exógenas que, sin embargo, se derrumbarían como un castillo de naipes si la gente que es incitada a desertar de la fe descubriera entre quienes se supone que no hemos desertado una auténtica comunidad de fe y vida, una congruencia natural entre lo que decimos y lo que hacemos. Por supuesto, no debemos confundir las inevitables debilidades de la naturaleza humana, consecuencia de nuestra condición pecadora, con el fariseísmo, que es más bien lo contrario: pues el fariseo suele ser persona soberbia y de corazón endurecido que se cree invulnerable a las asechanzas del pecado que afligen al resto de los mortales; y desde esta atalaya de engreimiento construye una religiosidad de pura fachada, una especie de fe desecada, esclerotizada, que acaba convirtiéndose en impostura.
Leonardo Castellani, que nunca se cansó de denunciar el fariseísmo, estableció en su grandiosa obra Los papeles de Benjamín Benavides una gradación de este mal corruptor sumamente ilustrativa: 1) La religión se vuelve meramente exterior y ostentatoria; 2) La religión se vuelve profesión y oficio; 3) La religión se vuelve instrumento de ganancia, de honores, poder o dinero; 4) La religión se vuelve pasivamente dura, insensible, desencarnada; 5) La religión se vuelve hipocresía, y el ´santo´ hipócrita empieza a despreciar y aborrecer a los que tienen religión verdadera; 6) El corazón de piedra se vuelve cruel, activamente duro; y 7) El falso creyente persigue a los verdaderos creyentes con saña ciega, con fanatismo implacable. En esta gradación, Castellani distingue entre los tres primeros peldaños, que son los más tristemente habituales, y los cuatro últimos, que califica con razón de diabólicos.
Del fariseísmo de ´primera velocidad´ todos tenemos experiencia cotidiana: es la religión convertida en fachada y aspaviento, la sal que se vuelve sosa, el «profesionalismo de la religión» que decía Thibon: es un mal que prospera sobre todo en circunstancias en las que la fe obtiene un reconocimiento social; y en donde, a la vez que una multitud de no creyentes impostan ciertos gestos externos de afectada religiosidad o rutinario clericalismo, unos cuantos avispados aprovechan para sacar tajada y hacer negocio. En épocas como la nuestra, en las que la religión deja de tener el reconocimiento social de antaño, este fariseísmo de ´primera velocidad´ tiende a desaparecer, aunque conserva su radio de acción de puertas adentro; en cambio, el fariseísmo de ´segunda velocidad´, el más terrible y odioso, se desarrolla con una pujanza voraz y busca las estructuras de poder de la Iglesia, haciéndose a veces, incluso, con las varas de mando.
Ya no tiene nada que ver con la hipocresía untuosa, con la santurronería adulona, con la ambicioncilla o intrigilla clericaloide (aunque, desde luego, las incluye), sino que se regodea en la perfidia y en el crimen, en la persecución inquisitorial del justo y en la traición de la verdadera fe, de la que el fariseo se presenta paradójicamente como su cumplidor más celoso. De la actividad de estos fariseos de segunda velocidad no tenemos una experiencia cotidiana visible, puesto que se desenvuelven en lugares donde la fe se torna burocracia y negociado; pero los efectos de su actividad contaminan toda la obra de la Iglesia. Y, cuando uno se topa con uno de estos fariseos, aunque su fe sea robusta como un roble, tiembla como un frágil junco. Es la prueba más dura a la que podemos enfrentarnos.