Por Mons. Francisco José Arnaiz, S. J.
En el tiempo de San Ignacio no se hablaba de valores. Sin embargo, por intuición y por introspección, dijo cosas muy substanciales sobre el mundo de los valores, sin nombrarlos, en lo que él llamó Principio y Fundamento. Hoy se enfatiza que un individuo o un pueblo o una generación es lo que sean sus valores.
En el valor hay que distinguir su dimensión objetiva y su dimensión subjetiva.
Ante todo su dimensión objetiva.
El valor no es meramente el resultado de nuestra capacidad valorativa o estimativa. Independientemente de la valoración que haga de él el ser humano, el valor tiene realidad propia.
Lúcidamente escribió Ortega y Gasset: “No son los valores un don que nuestra subjetividad hace a las cosas, sino una extraña y sutil casta de objetividad que nuestra conciencia encuentra fuera de sí como encuentra los árboles y los hombres”.
Es interesante resaltar que la objetividad del valor no determina el comportamiento humano. La determina la apreciación subjetiva. Si la honestidad la valoro negativamente y en cambio valoro positivamente la apropiación de lo que no es mío, o el dejar de cumplir con una obligación ética o funcional mía el comportamiento será necesariamente corrupto.
Esto supuesto la pregunta ahora es en qué consiste verdaderamente el mundo de los valores. Una cosa es ser y otra valer. Cuando de algo se dice que “vale”, que tiene un determinado valor, nada decimos de su ser, pero sí decimos que esa realidad no nos es indiferente, que nos afecta positiva o negativamente y que consecuentemente nos atrae o nos repele.
Con esto estamos expresando que el valor es una cualidad de una realidad.
Y “es también, como decía Husserl, algo que no tiene por sí misma substantividad sino que se adhiere a otra cosa. Como el color que no puede darse sin espacio”.
La “no indiferencia” del valor para el ser humano, la relación ineludible que tiene respecto al ser humano, que suena a algo negativo, es, sin embargo, algo positivo, la capacidad que tiene la realidad, de que se trata, para satisfacer necesidades o conveniencias humanas, es decir para proporcionar al ser humano perfección, bienestar o deleite.
Cuatro son las características de todo valor: dependencia de la materia de que se trata, rango, bipolaridad y jerarquización.
Dependencia de la materia de que se trata. Una cosa es la justicia, la honestidad, la integridad, la responsabilidad, la eficacia, la constancia etc. y otra la belleza, la necesidad, la conveniencia, la utilidad, el bienestar, etc.
Rango. Es esencial a todo valor el ser inferior, superior o equivalente respecto a otro valor. Su no indiferencia constitutiva comparada con otra puede ser mayor, menor o equivalente.
Bipolaridad. Todo valor está sometido irremisiblemente a la ley de contrarios.
Esto quiere decir que todo valor tiene un contrario. A bueno se contrapone malo; a bello, feo. A justo, injusto; a heroico, mediocre; a honesto, corrupto; a sano, enfermo; a vida, muerte… Muy acertadamente escribió García Morente: “Si al punto de indiferencia llamamos simbólicamente cero, la no indiferencia tendrá que consistir necesariamente, por ley de su estructura esencial, en alejamiento positivo o negativo del cero”.
Jerarquización. Los valores son muchos y diversos, y de acuerdo a lo que hemos dicho los hay inferiores, superiores y equivalentes. Evidentemente que en un incendio de una casa entre salvar la vida de un niño, que es una persona y salvar un cuadro de incalculable mérito y precio, toda persona cuerda no dudará salvar la vida de ese niño aunque el cuadro sea consecuentemente pasto de las llamas.
La jerarquización, según esto, o subordinación de unos valores respecto a otros no alude para nada a la valoración subjetiva que alguien pueda hacer personalmente, sino a una jerarquización objetiva, fundamentada en la no indiferencia de esos valores reales. Esto significa claramente que existe una escala objetiva de valores, natural y previa a cualquier valoración subjetiva.
Entre todas las escalas objetivas propuestas, la de Max Scheler (uno de los grandes teóricos de los valores) es con mucho la más aceptada.
Clasifica todos los valores posibles en seis grupos en orden de inferioridad a superioridad: valores útiles, valores vitales, valores lógicos, valores estéticos, valores éticos y valores espirituales.
Se produce inversión de valores siempre que un valor inferior subordina un valor superior. El dinero, la riqueza, es un valor como lo es también la honradez. La honradez sin embargo es un valor superior al de la riqueza y, consecuentemente cuantas veces se anteponga la riqueza a la honradez, estaremos ante un pérfido caso de inversión de valores.
Para San Ignacio Dios y su voluntad son valores supremos, absolutos y subordinantes. Y todos los otros valores, por muy excelsos que nos parezcan, son respecto a ese valor supremo y absoluto que es Dios y su voluntad, valores relativos y subordinados a Él.
Gran conocedor de los dinamismos humanos, San Ignacio propone como ejemplo de valores relativos y subordinados la salud, la riqueza, el honor y la vida larga. Tales realidades son genuinos valores porque perfeccionan, satisfacen y deleitan al ser humano y por eso no lo dejan indiferente sino que lo atraen y reclaman. Los cuatro responden a cuatro fuertes instintos: la salud al instinto de conservación, la riqueza al instinto de posesión, el honor al instinto de superación, y la vida larga al instinto de supervivencia.
El valor, por la relación ineludible que tiene con la perfección, bienestar o satisfacción del ser humano, hace que este no sea indiferente al valor.
Serlo es imposible humanamente. Si lo fuese en alguno argu¨ir.a en él “anormalidad” de conducta o de personalidad.
Sabe, sin embargo, San Ignacio, que el ser humano no es un ser automatizado sino autodeterminado. Los estímulos internos y externos no determinan necesariamente su respuesta.
La reclaman y exigen pero no la obligan.
La libertad psicológica en el ser humano es la capacidad de actuar o inhibirse, de escoger entre dos o varias posibilidades. Dios en sus relaciones con el ser humano, jamás le anula esta capacidad que implica su responsabilidad. Se la respeta siempre, pues en ella radica su dignidad y grandeza, su mérito y deméritos.
En virtud de esta dinámica, el ser humano, que no puede ser indiferente a los valores que lo reclaman, sí, puede hacerse indiferente a ellos y esta es la fórmula que emplea San Ignacio para lograr de acuerdo a la jerarquización de valores que todo lo que hagamos esté subordinado a Dios y a su santísima voluntad, valor supremo, absoluto y universal.
Este valor supremo, sin llamarlo así, lo enuncia y desarrolla con estas palabras: El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir (hacer su voluntad en todo) a Dios Nuestro Señor y mediante esto salvar su alma (lograr la vida eterna y gloriosa, la plenitud de la participación en la vida de Dios para siempre) y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin que es creado (es decir que son valores subordinados al valor supremo y absoluto). De donde sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas (en virtud de subordinación) cuanto le ayuden para su fin y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ello le impidan. Por lo cual es menester (en virtud de la jerarquización de valores) hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro albedrío (a nuestra autodeterminación) y no le esté prohibido, en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta , y por consiguiente en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados (en razón de que eso es un valor supremo y subordinante)” (EE n.23). Todos los paréntesis son nuestros.
Ley es lo que está establecido que debemos hacer. Norma, es lo que casi todos hacen y nos estimula a hacerlo aunque no esté estipulado por ley. Actitud es una tendencia a reaccionar de la misma manera ante situaciones iguales o parecidas fruto de serias convicciones, experiencias positivas y repetición de actos. En virtud de la realidad objetiva y de la escala (jerarquización) de los valores, la famosa “indiferencia ignaciana” debe ser, en nuestra relación con Dios, norma y actitud, principio regulador y comportamiento fundamental. Este es el sagaz planteamiento de San Ignacio de Loyola respecto al mundo importasnte de los valores.