Por Mons. Francisco José Arnaiz S.J.
No es la seriedad punto fuerte nuestro. La seriedad es especie escasa. Los serios se sienten desarraigados y extraños.
Decimos una hora y llegamos a otra. Ponemos un precio y hay que pagar otro.
Damos palabra que así será y después nada sucede.
Decimos que sí y es no, y decimos no y luego resulta que es sí.
Aseguramos que la raíz de un mal está en un punto concreto y estamos seguros que tal raíz es otra muy diferente.
Decimos que vamos a hacer y conseguir, y luego nada hacemos; y por supuesto, nada conseguimos.
Proclamamos la objetividad en nuestro pensar y hacer y después lo único que pretendemos es imponer a los demás nuestros peculiares modos subjetivos de pensar y de actuar.
Pregonamos que estamos saneando la corrupción y resulta que gente de ingresos recortados, sin capital propio, adquiere impunemente, a vista de todos, propiedades millonarias.
Queremos salvar la patria y andamos minándola y desgarrándola por todas partes.
Estamos convencidos que, en el momento crítico que atravesamos, la solidaridad y unión de todos es necesaria e impostergable y multiplicamos los ataques mutuos, los antagonismos y los divisionismos.
Repetimos una y otra vez que hay que impulsar y modernizar nuestra agropecuaria y seguimos haciendo la vida campesina y agrícola insostenible e insoportable.
Peroran, no pocos, que quieren el poder para arreglar los problemas de la nación y resulta que a ellos sólo les interesa la nación para alcanzar el poder y olvidarse de ella una vez obtenido.
Aseguran muchísimos que desean el poder público para servir y resulta después, que, una vez obtenido el poder, lo emplean exclusivamente para asegurar su futuro y presumir.
Pedimos todos aliento y optimismo para hacer frente airosamente a tanta dificultad acumulada, y nos regodeamos de llenar las páginas de nuestros diarios y el mayor tiempo de nuestras conversaciones con noticias lamentables y depresivas.
Sabemos que la peor pobreza es la ignorancia y la incapacitación para la vida y para el trabajo y regateamos después los fondos necesarios para una educación que llegue a todos, que sea de calidad y que cuente con preparados, entusiasmados y bien remunerados maestros y educadores.
Estamos conscientes que ha llegado el momento de sacrificarnos todos y buscamos que se sacrifique el vecino.
Chillamos que hay que subordinar los intereses propios y grupales al interés común y no admitimos el interés común si este no coincide con el nuestro.
Deseamos que los barrios pobres periféricos no se subleven y nos empeñamos en mantener a sus pobladores en salarios desesperantes, en subempleo y en desempleo.
Protestamos con razón del despilfarro de los ricos y nada decimos de algunos pobres que dilapidan fundamentales pesos en ron, barras, juego y cerveza.
Insistimos en que hay que trabajar mucho y producir mucho más y el ideal común es vivir bien con el mínimo esfuerzo.
Protestan no pocos contra los métodos represivos y siente nostalgia, después, de sistemas históricamente opresivos y dictatoriales.
Reclamamos todos el recurso al diálogo en las situaciones conflictivas y después convertimos ese diálogo en una sarta de monólogos sucesivos o simultáneos.
Queremos un gobierno firme y, en cuanto aprieta un poco, lo llamamos inmediatamente “trujillista”.
Ante el cúmulo de necesidades y la limitación de recursos económicos abogamos por sabias programaciones y, después, todo es improvisar y dejar que las cosas bailen a su son.
Nos inquieta que aumente el crimen y se multipliquen los delitos y, después, pletóricos de misericordia, nos ponemos compasivamente del lado del pícaro, del maleante, del criminal y del delincuente.
Hasta en las universidades, que debieran ser dechado de seriedad se obtienen títulos sin cursar materias importantes. En ellas hay semestres de cuatro meses y clases en las que el profesor no cumple con la mínima escolaridad exigida a los alumnos y se aprueban exámenes nunca hechos.
Y miren por dónde. “Serio”, cuyo substantivo es “seriedad” es una palabra que procede del vocablo “severo”, “severus”, “severitas” en latín. Y “severus” en latín procede de “se” prefijo enfático y “verus”, que significa verdadero, veraz, auténtico.
La verdad es dura, intransigente, rigurosa, íntegra, recia e insobornable. Por eso el que a ella se pliega, el que la respeta es SEVERO, es SERIO.
Todo esto supuesto, se imponen dos preguntas. ¿Estarían como están las cosas en la República Dominicana, si hubieran sido todos, si fuéramos todos más serios?, ¿Saldremos del callejón, en el que estamos metidos, si continuamos en la inveterada falta de seriedad?
Hay una solución drástica para la falta de seriedad en la administración pública y aun en la empresa privada: la supervisión, el control y el castigo. Nuestra realidad exige que se institucionalice y funcione eficientemente el inspector, el auditor y el controlador. Y a menor seriedad, mayor vigilancia, mayor inspección y mayor control. La falta de seriedad produce irremisiblemente irresponsabilidad, inoperancia e ineficiencia.
Lo reacios que somos a este tipo de acciones es prueba de lo poco serios que somos y de la poca voluntad que tenemos de salir de nuestra falta de seriedad.
Es sintomático que encaremos con chistes gruesos o sutiles los problemas serios que nos envuelven y que cuanto peor se pongan las cosas, más dispuestos estemos a divertirnos. Significativamente el descenso del poder adquisitivo no ha traído un descenso notable en el consumo de la bebida nacional.
En nuestra falta de seriedad quizá algo cuente nuestro anestesiante clima y nuestro reverberante sol, pero, fundamentalmente el problema es de educación.
Psicológicamente la seriedad es una actitud ante la vida. Las actitudes, globales o específicas, no surgen espontáneamente ni son de fácil adquisición, sobre todo cuando su gratificación no es inmediata ni exenta de sacrificios. Requieren de la mano experta y paciente del educador consagrado que sepa dosificar sus entregas y no forzar el ritmo del proceso.
Las actitudes se forman fundamentalmente alrededor de los valores y de los contravalores, aceptados los primeros y rechazados los segundos.
Enseñar a “valorar” objetiva y correctamente cuanto rodea al niño y al joven y cuanto la sociedad busca y persigue es un arte difícil. En él debe estar muy versado el educador.
Desmontar falsos valores que el niño y el joven (mucho más el adulto) ha empezado a integrar o integrado ya, por ósmosis de la sociedad en la que está inmerso, y montar reales valores, que esa sociedad posterga y aún vilipendia, no es nada fácil pero es función indeclinable del educador.
Iniciar al niño y al joven en experiencias vitales, que le resultan equívocas, y ayudarles a discernir esas experiencias para que los valores auténticos sean comprendidos y optados, y para que los contravalores sean rechazados es obra delicadísima en la que el genuino educador debe lucirse.
Minimizar, según esto, el papel del educador y subestimarlo es de fatales consecuencias. Tarde o temprano se pagarán altos costos por tan imperdonable subestima.
Poco a poco una buena parte de nuestros centros educativos ñpomposo nombreñ en vez de ser centros de formación e instrucción se han ido convirtiendo en meros centros de instrucción, de trasmisión de conocimientos, desvinculándose o reduciendo al mínimo la formación de la persona. Ya apenas hay educadores. Sólo existen profesores y éstos recalcan enfáticamente que ellos son solamente profesores de tal o cual materia y que no son educadores.
Cervantes en su célebre “Coloquio de los perros”, pone en boca de Braganza este encomio y loa a sus antiguos educadores:
“No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco o nada de ella, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que, juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad; los castigaban con misericordia: los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura”.