La sinceridad

Por Juan Francisco Puello Herrera

Cuántos problemas no nos habrá acarreado al ser sinceros con alguien. Situación que se agrava si no es aceptada la sinceridad, porque nadie quiere escuchar verdades, aunque, como dice San Agustín, la verdad dulce consuela y perdona, pero la verdad amarga cura. La prudencia, en infi - nidad de casos puede justifi car el que nos quedemos callados ante las verdades humanas.

Como me expresa una amiga muy querida, no se puede estar buscando uno enemigos gratuitos siendo tan sincero. A lo que yo respondo, entonces, ¿debemos hacernos cómplices de las cosas que vemos mal hechas por la prudencia con la que debemos manejar nuestras vidas o sencillamente para estar bien con todo el mundo? Es un tema para refl exionar porque de ese tipo de gente está llena nuestra sociedad, de irresponsables que por no asumir posición, por no perderse un abrazo efusivo, por preparar un favor para el futuro o sencillamente para mantenerse a cualquier precio en un círculo social exclusivo, prefi eren sacrifi car su dignidad y vender su integridad por un interés.

El cristiano auténtico debe asumir responsabilidades propias de su condición, porque la Luz que hemos recibido vino para iluminar y rescatarnos de las tinieblas y la sombras de la muerte.

Siendo honestos con nosotros mismos y con Dios, es cómo podemos transmitir la verdad que nos traerá la liberación.

Isaac Riera Fernández en “Convertir la vida” refi ere que la sinceridad nos exige ser intransigentes en defensa de la verdad divina (agrego y de la verdad en toda su extensión), aunque seamos muy comprensivos con los errores humanos, exige valentía en proclamarla públicamente, aunque ello nos traiga problemas, y exige mantener con fi rmeza su luz, aunque a nuestro alrededor cunda la indiferencia.

¿Dónde están las intenciones ocultas que condicionan nuestra sinceridad? ¿Cuál máscara usaremos ese día para ocultar nuestro verdadero rostro y nuestras verdaderas intenciones? Citando a Shakespeare en su Otelo, escribe Riera Fernández, al prójimo le damos la mano continuamente, pero muy rara vez le damos abierta el alma.