Por Don Luis García Dubus
“Tengo un problema”, dijo D.J. a un amigo, “me han invitado a dos actos: una conferencia y una boda, y no sé a cuál ir...” “Hombre, qué casualidad”, respondió el otro, “también estoy invitado esta noche a esas dos mismas cosas, pero yo voy a la boda, porque ahí se bebe y se goza más, lo otro es muy aburrido”.
“Es verdad”, contestó D.J., “pero en la conferencia me voy a mezclar con mucha gente importante...” Y así fue como D.J. fue a un acto y su amigo al otro, cada uno movido por una fuerza diferente. Uno por el deseo de disfrutar, y el otro por el de ser importante. ¿Cuál de las dos invitaciones hubiéramos honrado usted y yo...? Hay mucha gente que sin darse cuenta ha hecho depender ahora su felicidad de tres reyes: el darse gusto: Rey Placer. El tener el mando: Rey Poder. Y el darse importancia: Rey Prestigio.
Contrariamente a los reyes de los niños, que traían regalos, los tres reyes de los adultos -Placer, Poder y Prestigio- producen adicción y dependencia, convirtiendo a sus seguidores en esclavos.
La prueba de esto es que hay infinidad de personas cuyas vidas están totalmente regidas por alguno de ellos. Por ejemplo, D.J. (el que fue a la conferencia) está regido por la ambición de tener prestigio, y su amigo (el que fue a la fiesta) por la apetencia de gozar, de darse gusto: el Rey Placer.
¿Cuál de los tres reyes me mueve más a mí? ¿Alguno de ellos me domina de tal modo que no puedo ser feliz si no lo tengo? Pongamos por ejemplo el tercero: ¿acaso depende mi felicidad de que los demás me elogien, me aprueben, me feliciten o me hagan “merecidos reconocimientos”? Si sólo me siento feliz de esta forma seré sin duda un “prestigiólico o prestigioadicto”, y ese “rey” ordenará mi vida.
La pregunta de hoy: ¿Fue el Señor tentado por estos “tres reyes”?
En el evangelio de hoy, aparece el Señor siendo claramente tentado a rendirse ante cada uno de ellos, y en ese mismo orden.
Pienso, hasta con algo de miedo, que si el Señor se hubiera ablandado y hubiera cedido ante cualquiera de ellos, no existiría hoy para mí la capacidad de amar, ni de perdonar, ni de encontrar un sentido trascendente a mi vida presente, ni de ser libre de escoger el único camino que me dará la auténtica felicidad.
Él dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Hoy entiendo mejor que nunca sus palabras: “¿De qué le sirve a un hombre ganarse el mundo entero si se pierde a sí mismo?”. Ciertamente, ¿de qué nos serviría correr como esclavos detrás del placer, del poder o del prestigio si no tenemos paz ni alegría interior, y acabamos sintiéndonos mal con nosotros mismos? Le digo la verdad: las únicas personas auténticamente felices que conozco son las que han elegido a Jesucristo como su amigo, su Señor y su Rey.