Escribo estas líneas en agradecimiento a todos los sacerdotes que he conocido, anónimos en sus parroquias, en mi rodar por lugares muy distintos del mundo. Quiero dedicarles un elogio en estos momentos en que parece que está de moda atacar a la Iglesia y a sus sacerdotes.
Un poco de historia. La semilla de los cristianos crece de manera increíble dentro de la cultura romana con sus propios dioses como religión oficial y obligatoria. En esos primeros siglos, la joven Iglesia tenía que emplear todo su vigor para definir y defender la doctrina de las herejías surgidas en el seno del cristianismo y, al mismo tiempo defenderse, con poco éxito, frente a las persecuciones a muerte de los distintos emperadores romanos. El apoyo oficial del Emperador Constantino al cristianismo no fue un regalo, sino una conquista alcanzada por los combates cristianos durante cuatro siglos, hasta conseguir implantarse en la cultura romana.
Pues bien, tampoco desde entonces, a lo largo de los dieciséis siglos posteriores, el catolicismo ha tenido un momento de paz. Precisamente una de las pruebas de la divinidad de la Iglesia es la supervivencia en medio de todos esos avatares. Los protagonistas de esta supervivencia de la Iglesia Católica han sido, guiados por el Espíritu Santo, las cabezas de su jerarquía y la gran masa del pueblo llano, el fiel católico de a pie. Pero, hay otros actores silenciosos de esta efervescente historia eclesiástica, que son los sacerdotes.
Siento una gran admiración por los santos e instituciones que han reformado y enriquecido la Iglesia pero, además, tengo un gran agradecimiento por todos esos diferentes sacerdotes anónimos que me ha tocado conocer y que, cada uno a su manera, me ha ayudado en mi ajetreada vida trashumante; de cada uno he aprendido lecciones útiles para la vida.
He aquí unos pocos ejemplos:
Un cura de montaña. En la vertiente española de los Pirineos, hay muchos pequeños pueblos abandonados, pero quedan, diseminados entre las grandes montañas, grupos de habitantes en pequeñas comunidades, que ni siquiera podrían llamarse pueblos. Trabajar allí supone la incomodidad del frío y la nieve durante muchos meses al año, el riesgo de trasladarse por unos caminos de tierra con desprendimientos y, sobre todo, el aislamiento social con comunidades desconectadas entre sí y del resto del mundo.
En mis excursiones por esas montañas tuve la suerte de conocer al joven sacerdote designado para esta labor que, curiosamente era uno de los de confianza del Obispo. Aunque era algo pequeño de estatura, era fuerte, vigoroso, muy optimista, y con buena preparación intelectual. Cada semana o dos regresaba al Obispado de la capital local para colaborar con el Obispo. El resto del tiempo lo pasaba de pueblo en pueblo, subiendo y bajando montañas, por caminos impracticables; menos mal que unos fieles le habían donado un vehículo 4x4 que le permitía hacer todos esos trayectos con mayor seguridad. La Misa dominical de esos pueblos era rotativa; los que podían se trasladaban al pueblo vecino de turno o se esperaban a que les tocase. La alegría con que ese sacerdote realizaba esa labor era admirable.
Frutos del celibato. En Cartagena, de Colombia, la ciudad para mí representativa de la cultura caribeña. El sacerdote, sin embargo, era de la vecina Venezuela, hombre maduro, con experiencia y con una simpatía especial para comunicar. Nos explicaba que es entre las mujeres y hombres célibes por amor a Dios, donde se encuentran las personas más ejemplares en valores, como la generosidad, valentía, alegría, magnanimidad y, con mayor capacidad de ideales. Nos decía, con una gracia que nos hacía reír, que el celibato por amor a Dios no es aburrido, que actualmente hay mayor fidelidad al celibato que al matrimonio, que hay más casos de pederastia, violaciones y homosexualidad fuera del celibato. Que no es verdad que el celibato deforme a las personas, sino que las ennoblece; que el celibato no genera personas desequilibradas afectiva y psicológicamente, sino, todo lo contrario, personas maduras y ecuánimes. Finalmente nos reímos a gusto cuando nos dijo que era consciente de que se estaba dirigiendo a un público, cuya cultura era la del macho berraco y la hembra reproductora y, por tanto, la cultura peor dotada para comprender los valores incalculables del celibato, la castidad y la pureza.
La vida real. Seguimos en Latinoamérica, nos vamos más al sur, mucho más, a Temuco, la capital de la región de la Araucanía al sur de Chile, donde la cadena de volcanes de los Andes llega al extremo. Un sacerdote mayor, experimentado, muy pausado, como si pensara mucho antes de decir una frase, lo que le daba una imagen de profundidad. Con ese sentido lacónico, nos dijo en su homilía que iba a hacer poca exégesis y comparación de los textos leídos de la Sagrada Escritura y que quería llevarnos a las consecuencias directas de esos textos para nuestra vida real, y concretamente para la semana próxima. El mismo nos comentó que, con frecuencia, los curas hacen prédicas muy elevadas e instructivas sobre los textos de la Biblia pero, que el fiel asistente necesita saber qué relación tiene esa acción litúrgica semanal de la misa dominical con la vida real; el cristiano, nos decía, debe asistir a la misa para encontrar soluciones y respuestas respecto a como cristianizar la familia, el matrimonio, la profesión, la vida social, las amistades; tiene que saber como actuar con las drogas, el alcohol, la homosexualidad, el divorcio, el aborto, las discotecas. ¿y qué pasa con los impuestos, los matrimonios separados, los gastos lujosos, la fidelidad al matrimonio…, una lista interminable de asuntos que tejen la vida real de un cristiano. Si la palabra de Dios no da respuesta a esos temas, los cristianos están a la sombra de una fe desconectada de la vida real. Los cristianos necesitan salir de la misa dominical con metas y propuestas muy concretas para aplicar a su vida de esa semana. Si Cristo nos ha dicho que para ser su discípulo hay que tomar la cruz de cada día, quiere decir que tenemos que ser buenos esposos en las pequeñeces del día, buenos padres con las insignificancias de los hijos, buenos trabajadores en el cumplimiento correcto, buenos amigos en la lealtad, serenos ante la presión y el estrés de la jornada. Asistir a Misa los domingos se traduce en cientos de situaciones diarias reales a vivir cristianamente que el sacerdote hace descubrir al fiel.
El gruñón de Cali. Era una temporada de muchos secuestros en distintos lugares de Colombia y mis anfitriones no me dejaban solo ni un momento, a todos los lugares me acompañaban como si fueran mis propia sombra; yo les agradecía tanta diligencia pero, a mi me parecía, en mi ignorancia, un poco exagerado. Uno de los lugares al que tuvieron que acompañarme fue a una parroquia céntrica de la ciudad, lugar con mucha solera, cargado de historia; casi como el lugar, era el sacerdote que celebró la misa en ese día. Un sacerdote fuerte, lleno de una energía, sorprendente para su edad, y un defensor a ultranza de la buena disciplina.
A lo largo de la liturgia fue haciendo una verdadera catequesis a los fieles aprovechando los diversos momentos. Después del saludo de entrada recordó a los fieles que debían guardar la compostura y llevar la vestimenta adecuada; antes del momento central, en la Consagración, recordó que había que arrodillarse, salvo aquellos que tuvieran una disculpa razonable, que era lo menos que podíamos hacer ante un Dios que se encarna y se sacrifica por nosotros; antes de la comunión de los fieles recordó que, por respeto a Jesús Sacramentado, no debían comulgar aquellos fieles que ni hubieran guardado el ayuno de una hora o que no se encontrasen, en conciencia, en gracia de Dios. Aunque hacía todos esos comentarios en un tono un poco gruñón, que los fieles ya conocían, no dejaba de tener mucha razón y sentido pedagógico.
Una ciudad trabajadora. Durante el boom del caucho, Manaus fue una ciudad en plena expansión; está situada muy al norte de ese enorme país de Brasil, junto a la desembocadura del río Negro sobre el caudaloso Amazonas. Tuve la oportunidad de escuchar a un joven sacerdote que predicó, lógicamente, en su idioma que se me hace suave y cantarín. Se ve que era consciente de que su feligresía era industriosa porque nos habló del sentido cristiano del trabajo.
Nos aconsejó que en el momento de las ofrendas pusiéramos allí nuestro trabajo realizado en la semana transcurrida y el de la semana próxima, para convertirlo en trabajo santo, redentor, al estar unido al sacrificio de Cristo; nos dijo que la misa dominical y el trabajo formaban parte de la misma composición musical que llegaba a Dios Padre por los méritos de Jesucristo; que nuestro esfuerzo diario por realizar bien el trabajo, no sólo mantenía a nuestra familia, sino que contribuía a la salvación de la humanidad. Me pareció una forma muy sugerente y atractiva de enfocar y realizar el trabajo.
Los santos. En el norte de España, el río Nervión pasa por Bilbao y desemboca en el bravo mar Cantábrico, dejando a su derecha una zona residencial lujosa y a su margen izquierda una zona industrial metalúrgica y obrera; ahí, un día primero de noviembre, celebración de "todos los santos", un sacerdote de mediana edad que rebosaba inquietud social y tenía buena química con las familias de trabajadores, nos explicaba el motivo de esta celebración. Nos decía que hay en el santoral católico más de 6.500 santos que la Iglesia nos pone como modelo de personas que han seguido de cerca de Cristo y como intercesores que nos ayudan en nuestro afán diario; nos aclaraba que hay otros muchos santos que la Iglesia no ha canonizado y, aún más, nos decía: "vosotros sois santos, en la medida que lucháis cada día por ser buenos cristianos; por eso hoy celebramos también la fiesta de todos los que luchan por la santidad".
La carrera eclesiástica. Recientemente, el Papa Francisco mantuvo un cordial encuentro en la Basílica de San Juan de Letrán, con los sacerdotes de la Ciudad Eterna, a quienes recordó que no deben ser funcionarios sino servidores misericordiosos, discípulos y misioneros. Estas palabras del Papa me trajeron a la memoria la predicación que escuché en la bellísima ciudad de Brujas, en Bélgica, una ciudad llena de encanto, misterio y un tipo de belleza seria que invita al silencio. En una iglesia barroca típica, muy recargada de altares, retablos e imágenes, un sacerdote cargado de años, muy delgado, nos miraba con unos ojos muy vivos y una sencillez que expresaba su elegancia interior y nos decía que los sacerdotes se han ordenado para servir a los fieles, a través de la Iglesia; que en todas las instituciones de los seres humanos, los dirigentes deciden el puesto que debe ocupar cada uno de sus empleados, teniendo en cuenta el perfil de la persona y las necesidades de la organización. Nos decía que en la Iglesia sucede lo mismo, con la diferencia de que el sacerdote no debe buscar sobresalir, ni triunfar, ni pretender escalar, sino obedecer y servir lo mejor posible en el lugar que se le destine. En la Iglesia se necesitan, también, sacerdotes que se dediquen prioritariamente a la organización y gobierno, o a la enseñanza y la investigación pero, todos ellos deben tener una preocupación pastoral.
La moda es un uniforme. Los dominicanos son personas con una gran capacidad creativa y habilidad especial para las distintas manifestaciones del arte. Pues bien, fue a un joven sacerdote dominicano a quien escuché predicar acerca del uniforme de los curas. Desde luego era joven por su aspecto y se le veía con juventud en su sacerdocio y fue verdaderamente original y creativo en su exposición en una misa dominical repleta de fieles en una ciudad muy turística del país. Comenzó, llamando nuestra atención al decirnos que todo el mundo usa uniforme, que los pantalones jeans y las camisetas Aeropostale, por poner ejemplos reales, son la manera que tenemos de uniformarnos cuando queremos vestir informal, que la moda de temporada de invierno y de verano, son los uniformes que empleamos cuando queremos identificarnos con ese gusto, tendencia y cultura; nos recordó que las instituciones militares y comerciales uniforman a su personal para identificarles con la institución y para reflejar una imagen de empresa; que el saco (la chaqueta) y la corbata es el uniforme de trabajo de muchas personas. Que cuando empleamos cada uno de esos uniformes sociales pretendemos reflejar algo de nuestra imagen personal. Pues bien, los sacerdotes llevan como uniforme el clergyman o la sotana, según la ocasión, para que los demás sepan el tipo de servicio que prestan y la dignidad de la institución a la que representan. La Iglesia ha cambiado y cambiará la forma de vestir de los sacerdotes pero, siempre será de manera que se distinga claramente lo que representan; los sacerdotes deben cuidar su aspecto, su presencia, no pueden reflejar descuido o dejadez.
La Iglesia está sana y sigue creciendo. Los sacerdotes y los fieles católicos no debemos dejarnos arrinconar ni acomplejar por la campaña de embustes y difamaciones contra la Iglesia que intentan desprestigiar a la institución y a sus fieles. Dentro de una sociedad civil corrupta en todos los ámbitos (político, económico, judicial, policial) la Iglesia sigue siendo el alma de la sociedad, como ya lo fue desde sus inicios; el pequeño índice de fieles o sacerdotes contaminados por la corrupción es mucho menor que el alto índice de personas corrompidas fuera de la Iglesia
El número de fieles católicos y de sacerdotes sigue creciendo de año en año. Latinoamérica aporta ya casi el 50% de los católicos del mundo. He puesto solo unos pocos ejemplos, una pequeñísima muestra de los 412.000 sacerdotes del año 2012 en todo el mundo, verdaderos héroes que llevan el peso del día a día en las parroquias y que sufren el insulto y la difamación por causa de unos cuantos penosos casos. Los católicos sabemos que debemos intentar ser ejemplares y que somos débiles pero, también sabemos, porque no somos ingenuos, que algunos grupos están organizadamente empeñados en manchar a la Iglesia de ahora y la de antes difundiendo una leyenda negra.
Aunque la Iglesia debe ser modesta y no hacer alardes de su propia valía, si me parece que debe todavía, avanzar en el empleo de los criterios de las relaciones públicas y la comunicación de imagen, en defensa de una presentación amable y admirable de la doctrina cristiana y en defensa, también, de la buena fama que se merecen los cristianos y, concretamente los sacerdotes que les sustentan en la fe. Un criterio de las relaciones públicas institucionales es "hacer las cosas bien y que se sepa"; pues bien, a mi entender, la Iglesia Católica necesita en toda sus diócesis, y no solo en el Vaticano, del servicio de profesionales que asesoren a las autoridades eclesiásticas en sus relaciones con la sociedad civil y los medios de comunicación. Esto abarca desde la forma de predicar y comunicar en las parroquias, hasta las comunicaciones de rueda de prensa, la organización de actos públicos, las publicaciones impresas, la comunicación en la red cibernética, la difusión de todas las actividades de interés social que la Iglesia y sus instituciones y personas realizan en pro de los más necesitados, y hasta la defensa de la buena fama de sus sacerdotes.