¿Crisis de valores, crisis moral?

Por Juan Manuel De Prada

Desde que estallase la llamada crisis económica hemos escuchado mil veces la misma monserga (a veces, incluso, propagada por gentes de buena voluntad): «Detrás de esta crisis económica hay una crisis de valores» (los más intrépidos se atreven, incluso, a hablar de «crisis moral»). La frase me parece de una tibieza farisaica, pues pretende aparecer como un diagnóstico que penetra en las primeras causas del mal que padecemos, cuando lo cierto es que se queda nadando entre dos aguas, tan incapaz de ascender a esas primeras causas como de agarrar por los cuernos el toro de sus consecuencias funestas. 

De este modo, ni siquiera se pone trono a las causas y cadalso a las consecuencias, como es propio de la hipocresía contemporánea, sino que se entronizan por igual causas y consecuencias y se aplica la medicina en un ámbito intermedio tan inconcreto y difuso que, inevitablemente, el tratamiento resulta inoperante; y acaba conduciendo a la frustración. Detrás de todo error moral hallamos siempre un error teológico: la corrupción de las costumbres es siempre el resultado de un abandono religioso; esto es una evidencia, verificable en todos los crepúsculos de la Historia, y contra los hechos no valen argumentos. 

Quienes hablan de una crisis moral subyacente a la crisis económica suelen ser personas creyentes, seguramente bienintencionadas pero pusilánimes, que antes que irritar al pluralismo ambiental (o antes de que el pluralismo ambiental los destierre a los arrabales del desprestigio) prefieren disfraza atemperar su diagnóstico, llamando eufemísticamente crisis moral a lo que toda la vida de Dios se ha llamado apostasía. Pero el eufemismo, empleado en un diagnóstico, es claudicación del lenguaje; y el lenguaje que claudica es expresión de otra claudicación más grave.

Quienes optan por la expresión crisis de valores suelen ser, por el contrario, personas descreídas, o de creencias más relajadas o acomodaticias; pero hablar de crisis de valores es hacer brindis al sol. Hoy se habla incansablemente de valores sociales, valores políticos, valores educativos, etcétera. Pero lo cierto es que los llamados valores (subterfugio léxico de cuño bursátil para tapar el hueco que han dejado las viejas virtudes depuestas) son percepciones subjetivas sobre la realidad de las cosas, acuñaciones culturales que en tal o cual época se reputan beneficiosas; y que, como todas las acuñaciones culturales, son necesariamente cambiantes. 

Por lo demás, referirse en una sociedad pluralista a los valores es como referirse a los gustos personales: pues cada quisque se construye los suyos; y tratar de entenderse en medio de un enjambre de valores voltarios, interesados, caprichosos, incluso antitéticos, es tan ilusorio como pretender hacerlo entre los escombros de la torre de Babel. El relativismo que anega nuestra época y que la hace impotente al esfuerzo vital es, precisamente, la consecuencia lógica de la exaltación de dichos valores adventicios; pues, faltándonos la capacidad para medir el bien conforme a un criterio objetivo, es inevitable que acabemos cifrándolo en aquello que nos conviene o beneficia. Pero tal vez vivamos en un tiempo tan ofuscado que ascender hasta las primeras causas resulte ya casi imposible. 

Lo más exasperante de la frase que comentamos («Detrás de esta crisis económica hay una crisis de valores», o crisis moral) es que tampoco se atreve a poner remedio a las consecuencias funestas, instalándose en una tierra de nadie irenista. Pues si aceptamos que existe una crisis económica y una crisis moral, ¿por qué no empezar ya que somos incapaces de establecer sus causas por moralizar las relaciones económicas? Fiarlo todo a una reforma de las costumbres (que, por lo demás, no sabemos en qué consiste, pues nos negamos a reconocer normas morales objetivas) sin una reforma de las instituciones es como arar en el mar. 

Pretender que en la crisis económica subyazca una crisis moral y, al mismo tiempo, negarse a establecer una vinculación entre la génesis y el desarrollo del capitalismo y la difusión de la inmoralidad es, en verdad, una pirueta cínica de proporciones descomunales. Pero el piruetismo contemporáneo ha logrado que nos traguemos semejante maula como si tal cosa, olvidando que como afirmaba Chesterton «lo que ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes domésticas cada vez con mayor deprecio han sido la época y el poder del capitalismo». De este modo, la restauración de la moralidad se convierte en una caza del gamusino.