Desde que
estallase la llamada crisis económica hemos escuchado mil veces la misma
monserga (a veces, incluso, propagada por gentes de buena voluntad): «Detrás de
esta crisis económica hay una crisis de valores» (los más intrépidos se atreven,
incluso, a hablar de «crisis moral»). La frase me parece de una tibieza
farisaica, pues pretende aparecer como un diagnóstico que penetra en las
primeras causas del mal que padecemos, cuando lo cierto es que se queda nadando
entre dos aguas, tan incapaz de ascender a esas primeras causas como de agarrar
por los cuernos el toro de sus consecuencias funestas.
De este modo, ni
siquiera se pone trono a las causas y cadalso a las consecuencias, como es
propio de la hipocresía contemporánea, sino que se entronizan por igual causas y
consecuencias y se aplica la medicina en un ámbito intermedio tan inconcreto y
difuso que, inevitablemente, el tratamiento resulta inoperante; y acaba
conduciendo a la frustración. Detrás de todo error moral hallamos siempre un
error teológico: la corrupción de las costumbres es siempre el resultado de un
abandono religioso; esto es una evidencia, verificable en todos los crepúsculos
de la Historia, y contra los hechos no valen
argumentos.
Quienes hablan de
una crisis moral subyacente a la crisis económica suelen ser personas creyentes,
seguramente bienintencionadas pero pusilánimes, que antes que irritar al
pluralismo ambiental (o antes de que el pluralismo ambiental los destierre a los
arrabales del desprestigio) prefieren disfraza atemperar su diagnóstico,
llamando eufemísticamente crisis moral a lo que toda la vida de Dios se ha
llamado apostasía. Pero el eufemismo, empleado en un diagnóstico, es
claudicación del lenguaje; y el lenguaje que claudica es expresión de otra
claudicación más grave.
Quienes optan por
la expresión crisis de valores suelen ser, por el contrario, personas
descreídas, o de creencias más relajadas o acomodaticias; pero hablar de crisis
de valores es hacer brindis al sol. Hoy se habla incansablemente de valores
sociales, valores políticos, valores educativos, etcétera. Pero lo cierto es que
los llamados valores (subterfugio léxico de cuño bursátil para tapar el hueco
que han dejado las viejas virtudes depuestas) son percepciones subjetivas sobre
la realidad de las cosas, acuñaciones culturales que en tal o cual época se
reputan beneficiosas; y que, como todas las acuñaciones culturales, son
necesariamente cambiantes.
Por lo demás,
referirse en una sociedad pluralista a los valores es como referirse a los
gustos personales: pues cada quisque se construye los suyos; y tratar de
entenderse en medio de un enjambre de valores voltarios, interesados,
caprichosos, incluso antitéticos, es tan ilusorio como pretender hacerlo entre
los escombros de la torre de Babel. El relativismo que anega nuestra época y que
la hace impotente al esfuerzo vital es, precisamente, la consecuencia lógica de
la exaltación de dichos valores adventicios; pues, faltándonos la capacidad para
medir el bien conforme a un criterio objetivo, es inevitable que acabemos
cifrándolo en aquello que nos conviene o beneficia. Pero tal vez vivamos en un
tiempo tan ofuscado que ascender hasta las primeras causas resulte ya casi
imposible.
Lo más exasperante
de la frase que comentamos («Detrás de esta crisis económica hay una crisis de
valores», o crisis moral) es que tampoco se atreve a poner remedio a las
consecuencias funestas, instalándose en una tierra de nadie irenista. Pues si
aceptamos que existe una crisis económica y una crisis moral, ¿por qué no
empezar ya que somos incapaces de establecer sus causas por moralizar las
relaciones económicas? Fiarlo todo a una reforma de las costumbres (que, por lo
demás, no sabemos en qué consiste, pues nos negamos a reconocer normas morales
objetivas) sin una reforma de las instituciones es como arar en el
mar.
Pretender que en
la crisis económica subyazca una crisis moral y, al mismo tiempo, negarse a
establecer una vinculación entre la génesis y el desarrollo del capitalismo y la
difusión de la inmoralidad es, en verdad, una pirueta cínica de proporciones
descomunales. Pero el piruetismo contemporáneo ha logrado que nos traguemos
semejante maula como si tal cosa, olvidando que como afirmaba Chesterton «lo que
ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes
domésticas cada vez con mayor deprecio han sido la época y el poder del
capitalismo». De este modo, la restauración de la moralidad se convierte en una
caza del gamusino.