Autor: Catholic.net
Una de las figuras que más consternado deja al lector de los evangelios es el famoso procurador de Judea, Poncio Pilato. Los evangelios son muy parcos al hablarnos de él. Además del así llamado juicio político sobre Jesús, se encuentran unas escasas alusiones más al mismo personaje y uno queda con la impresión de parcialidad sobre quién era él de verdad. Quisiera ofrecer algunas precisiones sobre lo que dicen de él otros autores de más o menos el mismo período de la historia, sin prescindir, claro está, de la imponente figura de Cristo durante las últimas horas de la pasión. Con todo, el cuadro que resultará de Pilato dejará aún mucho que desear. Al final, sólo dos personas bien pudieron saber quién era él: Pilato y Jesús mismo.
Además de los evangelios, y de Flavio Josefo, Tácito habla también de Poncio Pilato al que asigna el título de “procurator” (Annales XV, 44), designación que habría que matizar por “praefectus”, como testimonia la inscripción encontrada el año 1961 en Cesarea marítima. Prefecto es un término que tiene más connotaciones militares, mientras que procurador se refiere a los asuntos administrativos. Como quiera que sea, las responsabilidades de Pilato concernían el estar al frente de los asuntos judiciales, ya que gozaba de pleno poder de ejecutar sentencias de muerte (Flavio Josefo, Ant. Iud.18.1.11). Los únicos detalles de Pilato como juez nos constan por los evangelios y se refieren al juicio sobre Jesús. Al aspecto judicial se aunaban los fiscales; es decir, era también competencia suya la recaudación de tributos e impuestos para proveer a las necesidades de la provincia y del imperio.
Así pues, Pilato constituyó el quinto procurador o prefecto de Judea desde el 26 d.C (Flavio Josefo, Ant. Iud 18,89), que era el año 12 ó 13 de Tiberio como emperador. A decir verdad, el ser gobernador de Judea no estaba visto como un cargo muy prestigioso que digamos. Tiberio lo nombró para reemplazar a Valerio Grato: Grato había ocupado el cargo durante once años tras la muerte de Augusto el año 14 d.C. Antes de llegar a Judea, los historiadores no mencionan a Pilato. Tal vez fuera de origen servil, ya que el término “píleo” –de donde pudiera derivar el apelativo “Pilato”- era el sombrero que empleaban los libertos (de todos modos, hay autores que aducen otros significados posibles a “Pilato como “armado de lanza”, “calvo”, “enmarañado”; en cuanto a la clase social, algún perito dice que era “ecuestre”. Pero son puras conjeturas). El apelativo Poncio, por el contrario, era muy difuso en las más diversas clases sociales de la Italia de entonces.
Pilato disponía para su mandato en Judea de cerca de cinco mil soldados: un regimiento de caballería y cinco cohortes de infantería. La guarnición principal residía en Cesarea marítima, mientras que la otra se debía establecer en la torre Antonia, a un costado del santuario del templo de Jerusalén. En dicha fortaleza se conservaban las vestiduras del sumo sacerdote, hecho por el cual el procurador debía trasladarse a Judea con ocasión de las principales festividades judías. El año 36 Lucio Vitelio, legado romano en Siria, mandó Pilato a Roma para comparecer ante Tiberio. Tiberio murió antes que Pilato llegase a la capital el 16 de marzo del 37 d.C. Según Eusebio de Cesarea, Calígula (37-41 d.C.) lo exilió a las Galias donde se suicidó en el Ródano, cerca de Vienne (Eusebio, Hist Eccl II,7). Otra tradición, en la que se inserta la atribución a Pilato de una obra apócrifa –Los Hechos de Pilato- sugiere que Pilato se hizo al final un verdadero creyente en Jesús, y es lo que parece referir Tertuliano. De ello se harían eco las iglesias copta y etiópica, que tienen a Pilato entre el número de los santos.
A pulso, Pilato se había ganado el odio de los judíos, ya que desde un principio les mostró desprecio, quizá a causa de lo que para él pudieran parecer supersticiones típicas de nómadas beduinos o caldeos. Los problemas comenzaron cuando una noche dio la orden a los soldados que debían reemplazar el presidio de la ciudad de Jerusalén, de no quitar de las imágenes del César de las insignias militares: se trataba de estandartes con el César, al parecer divinizado, y que se habían colocado frente al templo. Cuando a la mañana siguiente los judíos se enteraron, se armó un gran tumulto. Para ellos el gesto significaba poco menos que abominio. Era la primera vez que los romanos faltaban al respeto externo de sus súbditos palestinos. Una embajada de judíos llegó a Cesarea para que Pilato arriara los estandartes. Pilato rehusó, mas los judíos insistieron durante cinco días seguidos. Como el fastidio era cada vez mayor, Pilato decidió convocarlos en el anfiteatro de Cesarea, los hizo rodear por los soldados y les prometió que si no cejaban en sus pretensiones, ninguno saldría vivo de allí. Los judíos dijeron que preferían ofrecer el propio cuello a rendirse. Pilato hubo de capitular esta vez, bien que esperó el momento más oportuno para una revancha (Filón, Legatio ad Gaium, 299-305).
En otra ocasión Pilato introdujo en el palacio de Herodes (pretorio), que Pilato ocupaba cuando se encontraba en Jerusalén, unos medallones, una vez más con la efigie del emperador divinizado. El pueblo tornó a sublevarse. Se le amenazó con acusarlo ante el César si no removía esa quincalla. Tiberio pidió que se la devolviera a Cesarea. Era la segunda vez que tenía que encajar el revés. A pesar de este incidente, cuando Pilato hizo acuñar monedas que contenían símbolos del culto romano, no encontró oposición ninguna. Tal vez estas monedas no tuvieran circulación en Jerusalén sino en la helenista Cesarea marítima.
En el tercer encontronazo con los judíos, Pilato creyó salir airosamente con la suya, mas no preveía ni de lejos una cuarta confrontación que poco a poco se había estado incubando, y que le dejaría marcado de por vida. Muy amigo de los “enjuagues”, como bien se sabe de él por la condena de Cristo, se dio cuenta de que en Jerusalén se echaba de menos abundante cantidad de agua. Concibió el proyecto de construir una gran cisterna y un acueducto de varios kilómetros de largo a fin de contar con saunas y palestras de diversa índole. Para financiar el proyecto, usurpó el erario del templo (Flavio Josefo, Ant. 18.3.2.2). El pueblo, soliviantado una vez más por sus jefes religiosos, saduceos o sacerdotes, se presentó de nuevo en torno a la residencia de Pilato, que acababa de llegar a Jerusalén para las fiestas de Pascua. Esta vez había previsto el tumulto, de modo que ordenó que los soldados se disfrazaran de civiles y se pusieran a golpear a los judíos de ánimos más encrespados. En poco tiempo todos los amotinados terminaron por dispersarse (Flavio Josefo, Bell. Iud. 18,55-59). Con toda probabilidad sea éste el episodio que se narra en Lc 13,1: “En esa misma ocasión había allí algunos que le contaron acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios”.
El mismo año de la condena de Cristo, unos cuantos meses antes, Pilato había logrado dispersar con derramamiento de sangre una reunión de samaritanos armados que se habían reunido en el Garizim por orden de un pseudoprofeta, para exhumar unos vasos sagrados escondidos supuestamente por Moisés o por el sumo sacerdote Uzi de la tradición samaritana (Flavio Josefo, Ant Iud 18,85-89). Una protesta del consejo de la ciudad de Samaria logró que Lucio Vitelio, legado para la provincia de Siria, enviara a Pilato a Roma, como se refirió al inicio, y lo reemplazara por su amigo Marcelo (Flavio Josefo, Ant Iud 18,89).
Pues bien, los mismos judíos que habían exacerbado los ánimos del pueblo contra Pilato en las diversas ocasiones, se dirigían ahora para que dirimiera un asunto que hoy conocemos como el juicio más inicuo de la historia humana: la condena a muerte de Cristo Jesús.
Del juicio de Jesús, Tácito es bastante lacónico. Se limita a decir que Pilato lo hizo ejecutar (Ann. 15.44). Josefo añade algún detalle más: que Pilato realizó dicha condena cuando los jefes religiosos lo habían acusado.
Una lectura atenta de los evangelios, muestra que no había una causa clara para la condena. Se le quiso acusar de rebelión, de blasfemia contra Dios y contra el pueblo, de incitar al pueblo, de negar el tributo al César... De hecho, las primeras palabras que se profieren a Pilato contra Jesús consisten en acusarlo de “malhechor” (Jn 18,32)... Esto sí caía bajo la responsabilidad de los romanos; pero de los diálogos que Juan recoge en dicho capítulo 18, bien se deduce la ausencia de todo tipo de pretensión política. Paradójicamente, Pilato mismo reconoce su inculpabilidad -“no hallo en Él delito alguno” (Jn 18,38)-, mas a renglón seguido libera al bandolero Barrabás, y manda azotar a Jesús (Jn 18,39). Después de este castigo injusto y humillante, vuelve a insistir en su inocencia (Jn 19,4). Las acusaciones del pueblo serán ahora de blasfemia (“se ha hecho hijo de Dios, por eso debe morir”, Jn 19,7), y de usurpación del puesto del César (Jn 19,12), sin que a Pilato conste ninguna de las dos.
Lo sorprendente de esta condena es que coincide con el momento en que los corderos eran sacrificados en el templo, como apostilla el evangelista: “Y era el día de la preparación para la Pascua; era como la hora sexta. Y Pilato dijo a los judíos: He aquí vuestro Rey. Entonces ellos gritaron: ‘¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícale!’ Pilato les dijo : ‘¿He de crucificar a vuestro Rey?’ Los principales sacerdotes respondieron: ‘No tenemos más rey que el César’. Entonces se lo entregó para que lo crucificasen” (Jn 19,14-16). Ello quedará confirmado por dos alusiones al cordero de Éxodo 12 durante la crucifixión: “No quebrantarán ninguno de sus huesos” (Ex 12,46 = Jn 19,36), “fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre” (Ex 12,22 = Jn 19,29). Ese es pues el sentido de la designación que de Cristo hace Juan Bautista: “He ahí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29.36).