Exorcismo: «Cállate y sal»

Por Antonio Orozco

Muchos y buenos comentarios tenemos sobre el evangelio de este domingo (Mc. I, 21-28), IV del Tiempo Ordinario. Por lo que he podido ver, pocos se interesan por un detalle que, por supuesto, puede pasarse por alto en una homilía o comentario litúrgico. Antes de indicarlo, haré una breve exposición de la escena.

Jesús ha comenzado su tarea de anunciar el Reino de Dios. Va a Cafarnaúm, y en la sinagoga toma la palabra. Los asistentes quedan asombrados de su doctrina «porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad» (v.22).

Inmediatamente, Marcos nos muestra que esa autoridad va acompañada de un poder extraordinario, el de expulsar demonios; exorcismo. Endemoniados ha habido y los hay. No siempre, por cierto, la culpa es del paciente. Que satanás existe y tiene poder en el mundo es un hecho que además de revelado en las Escrituras es evidente en todos los crímenes inhumanos que hacemos los humanos.

Pero el poder de los demonios es nada ante el imperio del Creador. Jesús, ha venido a librarnos de ellos, entre otras grandes cosas. El Salvador ha llegado. Sin rodeos, increpa al demonio de nuestra historia: «Cállate y sal de él». Es una expresión propia de Dios, lo cual ya nos sugiere la profundidad del Yo de Cristo, de donde procede su poder. Al imperio del Señor, el demonio ha de rendirse y salir zumbando. Pero he aquí el detalle: al tiempo de salir, muestra su rabia incontenible agitando violentamente al paciente (cfr. v 26). La agitación convulsiva y los gritos son, como anota el P. Lagrange, el último efecto de la malicia vencida.

Agitar, convulsionar, perturbar con violencia, son verbos transitivos que responden a la acción diabólica. En la primera traducción castellana que leí ayer, el verbo utilizado es retorcer. No es la mejor. Me ha venido a la imaginación la imagen de un desalmado retorciendo el brazo o la pierna de un ser débil e indefenso con el afán de humillar y destruir. Es algo diabólico. Se causa no solo en el cuerpo físico sino también en la mente, cuando el paciente es retorcido en sus juicios, ya sea porque alguna fuerza diabólica lo posee, ya sea porque él mismo retuerce argumentos para ocultar la verdad de la cosas, justificar lo injustificable y torcer la dirección natural del yo al tú, para curvarse sobre sí mismo y encapsularse dentro de sí, como una mónada. Esta falsa autosuficiencia tiene también sello diabólico. Perturba a la persona, a la familia, a la sociedad. El hombre ha de reconocer la Verdad que le llega de arriba. Debe dejarse salvar. El día del Bautismo renunciamos a satanás.

Un día, el último día, tendrá lugar lo que llamamos la Segunda venida de Cristo Jesús. Entonces, toda la sofística, en el sentido peyorativo del término, quedará en evidencia y habrá de hacer mutis por el foro ante el imperio de una voz incontestable: ¡Cállate!

Por esta razón tan cierta, los primeros cristianos y los de todos los siglos, recuerda el papa Benedicto XVI en su gran Encíclica Spe salvi, la fe en el Juicio final, no es un motivo de temor, sino de esperanza gozosa. Y la Iglesia reza: ¡Ven, Señor Jesús! Más aún, podemos añadir: no tardes, no esperes al fin del mundo; ven con tu Verdad a disolver mentiras. Defiéndenos del «padre de la mentira».

Tan bueno es que Dios sea infinitamente misericordioso como que sea infinitamente justo. Como Dios es Amor y Sabiduría, en ello no hay dificultad.