Por Mons. Francisco José Arnaiz S.J.
La Fe, desde el punto de vista psicológico, es una actitud ante la vida, una tendencia a comportarse de igual manera ante situaciones iguales o parecidas. El modo de inducir en el Yo profundo este tipo de reacción humana es el aprendizaje, la experiencia y la fijación (el convencimiento de su bondad o verdad, la repetición de actos y la cristalización del hábito). Lo típico de la actitud es el influjo determinante de las ideas en todo el proceso. Por eso la actitud es patrimonio exclusivo del ser humano, en modo alguno compartido con el mundo animal. Específicamente ya, la fe, en cuanto actitud concreta, consiste en fíarse del que sabe, y en aceptar consecuentemente lo que él dice aunque uno no lo entienda ni lo pueda comprobar. Creer, según esto, es algo muy coherente y humano. La vida personal y colectiva está entretejida de fe. La fe en este caso, en cuanto actitud, en cuanto tendencia a reaccionar de la misma manera, se contrapone al acto esporádico, singular, de creer. Uno puede ser anormalmente muy incrédulo, muy desconfíado, pero en casos concretos, per modum actus, ser crédulo y confíado. La fe, ni en cuanto actitud ni en cuanto acto, implica irracionalidad. Por el contrario, la excluye. Se fundamenta en la limitación e insuficiencia de la mente humana ante la verdad plena. Curiosamente la palabra fe tiene en el intercambio humano fuerte connotación religiosa. Normalmente se entiende referida a Dios. Cuando decimos de alguien que tiene fe, entendemos primariamente que cree en Dios.
Es evidente, sin embargo, que la simple creencia en Dios no es fe específicamente católica. El Dios creador, intuido y deducido por el ser humano a través de la creación no es el Dios de la revelación. Este incluye el primero, pero no viceversa. El Dios de la fe católica es el Dios de la revelación que incluye el Dios de la creación. En la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II hay un texto apretado muy esclarecedor. Dice así: “Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (Cfr. Rom. 16,26 comparado con Rom. 1.5 y 2 Cor.10,5 y 6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de fe genuina es necesaria la gracia de Dios. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones” (DV n.5). De acuerdo a esto, hay tres preguntas claves que se las hizo ya San Agustín: ¿Qué es creer? ¿Creer a quién? y, ¿creer qué?
Qué es creer. Creer no es simplemente aceptar lo que alguien dice sino ante todo fiarse de alguien, entregarse a alguien, ponerse a disposición de alguien. El creer entonces es una respuesta del Yo profundo y en ella queda implicado todo el ser humano. La totalidad del ser humano es la que responde a una llamada totalizante. Es claro que en este contexto, el creer, por parte del creyente, depende de la perceptibilidad y percepción real del sujeto de quien se fía, a quien se confía y a quien se entrega, y del objeto o empresa que se le propone y se le confía. Y claro, también que tal perceptibilidad y percepción depende a su vez de diversos factores innatos y adquiridos, psíquicos y somáticos, históricos, sociales y culturales integrados en su personalidad. Hay gente que por diversas causas y por diversos caminos es crédula, confíada y receptiva y gente que es desconfiada, esquiva e impenetrable. Dios lo sabe y nosotros no lo debemos olvidar. Creer a quién. En la fe católica se trata de creer a Dios que nos ha hablado y nos habla; que nos ha interpelado y nos interpela; que se nos ha revelado y se nos revela; que nos ha revelado su designio sobre el ser humano y nos lo sigue revelando. Todo esto lo hizo y hace de diversas maneras y con distintos lenguajes (“multifariam” “Amultisque modis”). Lo hace a través de la creación, de las Sagradas Escrituras (plenamente a través de Cristo), de la Tradición, del Magisterio de la Iglesia, del Espíritu Santo en el interior de cada uno. En el interior de cada uno el Espíritu Santo, además de dimensionar divinamente el ser y el existir, elevándolo y transformándolo, mueve, ilumina, guía, entusiasma, enardece, deprime, consuela, etc. El Dios de la fe católica, de la revelación, por otro lado, no sólo revela e interpela sino que desde el interior de cada uno mueve y ayuda a responder y a aceptar cuanto Él propone. Por eso, creer es gracia de Dios, don suyo. Dios, sin embargo, en su acción, jamás suplanta al ser humano. Creer qué. Lo que hay que creer en la fe católica es el designio salvífico de Dios Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo), para la humanidad, revelado y realizado en Cristo. Tal designio es inminente y transcendente, temporal y eterno, histórico y transhistórico. Histórico significa que se realiza progresivamente en tiempo y lugar aunque su culminación plena sea en la eternidad. Depositaria y administradora de este designio salvífico en el tiempo es la Iglesia. Por eso creer en Dios católicamente implica creer en la Iglesia, creer a la Iglesia, ponerse a disposición de la Iglesia. Supuesto todo lo que precede, la perfección de la fe católica ñsu autenticidad o integridadñ puede sufrir detrimento por tres lados: 1. por el lado del creyente: inmadurez humana, anomalías, limitaciones, condicionamientos...; 2. por el lado de Dios: empequeñecido, distorsionado, mixtificado, mitificado, antropomorfizado, despersonalizado, etc; y 3. por el lado del misterio salvífico, mal presentado o percibido, mutilado, tergiversado, acomodado o instrumentalizado. Si el Dios de quien uno se fía y en quien se confía, no es el Dios genuino de la Revelación, y si el misterio salvífico, que uno acepta y quiere vivir en sí y en los demás, no es el genuino misterio salvífico revelado y realizado por Cristo, la fe, que se viva y se profese, jamás será, aunque lleve esa etiqueta y nombre, fe auténticamente católica. Al llegar a este punto, se me ocurren algunas reflexiones matizadoras muy importantes.
1. La fe, católicamente entendida, es un fenómeno complejo y misterioso. En él convergen Dios, la “salvación” y el ser humano tres realidades muy complejas y misteriosas para la limitada mente humana. Pudiéramos añadir una cuarta realidad, la Iglesia, muy compleja y misteriosa también.
2. La fe católica se fundamenta eminentemente en Cristo, plenitud de la Revelación y arquetipo del ser humano.
3. La fe católica confiesa al Padre, Hijo y Espíritu como único Dios y Señor. A la agraciante donación del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, responde confesando por el Hijo al Padre en el Espíritu y confiesa de este modo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo como uno e idéntico Dios creador y salvador.
4. En la fe católica el Dios salvífico, el Dios de Abraham y Padre de Jesucristo asume al Dios de la Historia de la naturaleza y de los hombres, es decir, al Dios de los filósofos.
5. La expresión concreta de la fe de cada uno depende del grado de perfección de su fe, ya que ésta depende normalmente de la radicalidad de la evangelización del sujeto.
6. Una cosa es la fe y otra las expresiones de esa fe. La fe no puede existir sin expresiones pero puede haber expresiones de fe sin fe o de fe vacilante o de fe mixtificada.
7. La fe está continuamente sujeta en el ser humano a quiebras y riesgos, debilitamientos, crisis, síncopes, distorsiones, instrumentalizaciones y ruina. Por eso la fe debe ser defendida, cultivada y robustecida.
8. Dada la mutua dependencia entre fe y revelación es legítimo hablar de fe objetiva y fe subjetiva. Como es también legítimo distinguir entre fe vivida, fe proclamada y fe celebrada.
A Jesucristo, en vida, le dolía la falta de fe en los que le seguían o le escuchaban y le emocionaba la presencia de ella en los que a él recurrían. No pocas veces al hacer el milagro añadió “Tu fe te ha salvado”. Aun humanamente nos disgustan los desconfiados y nos encantan los que nos solicitan llenos de confianza hacia nosotros. Se me ocurre terminar con dos citas. La primera es de una figura prominente de la Iglesia, especialista en Patrística, fino conocedor de la cultura moderna y creador con otros en la Facultad Teológica de los jesuitas en Frouvier (Lyon, Francia) de la “Nouvelle Theology”, determinante propulsor del Concilio Vaticano II. Fue obligado a dejar su cátedra por modernizante pero pasados unos años fue rehabilitado y hasta premiado con el Cardenalato. Se llamaba Danielou. En su agudo libro “La fe de siempre y el hombre de hoy” escribió. “El peligro del Cristianismo actual consiste en secularizarse, en mundanizarse, en reducirse a una especie de humanismo socialista. Si los cristianos se redujeran a ofrecer al mundo solamente ese humanismo, quedarían enseguida y con razón, porque socialista, profesores de moral y organizadores de la sociedad nunca han faltado. Y, si han hecho algunos servicios, no han salvado jamás a nadie. El mundo de hoy no tiene necesidad de una mayor organización social sino de un Salvador”. Y ese Salvador es Cristo, Dios hecho hombre, ayer, hoy y siempre, en el que debemos poner nuestra confianza. La segunda cita es del evangelio de San Lucas en el capítulo 17, versículo 5. El Maestro había recriminado a los doce apóstoles su falta de fe. Pedro en nombre de todos le contestó: “Domine, adauge nobis fidem”, “Señor, acrecienta nuestra fe”.
¡Qué hermosa oración para que la recitemos todos los días de nuestra vida!