... entre la madre y el hijo en gestación.
Por Luis Fernández Cuervo
La naturaleza es discriminativa entre la mujer y el varón. Dota al cuerpo de ella de mayores dignidades, misterios y premios biológicos que al cuerpo de él. Y eso es muy justo porque el cuerpo de la mujer está conformado por la naturaleza –o sea, por Dios- para una altísima función que ningún varón podrá nunca ejercer: la maternidad. Tal vez por eso viene, como todo lo muy valioso, con garantía de ser nuevo, sin estrenar: el himen. Eso tiene sentido porque el cuerpo de la mujer está preparado para ser “el santuario” donde nace la vida humana. Y es revelador que “útero” y “templo oculto” se escriban con el mismo ideograma en el lenguaje tradicional japonés.
No todas las mujeres deben tener hijos, pero todos, mujeres y hombres, debemos conocer los premios que la naturaleza otorga a la maternidad. La gestación y el parto, y más si es algo ocurrido varias veces, influye decisivamente en el enriquecimiento de la personalidad femenina y en su salud.
Ninguna mujer que haya tenido hijos, contraerá cáncer de endometrio. Todas las que haya dado lactancia natural a sus hijos, tendrán un riesgo muy bajo de sufrir de cáncer de mama. Y la biología de la fecundación, gestación y alumbramiento va descubriéndonos poco a poco la maravilla del dialogo de amor biológico entre la mujer y el hijo que crece y se desarrolla dentro de ella. Algo que se plasma en una finísima e intrincada red de amor bioquímico con intercambio de mensajes hormonales, celulares y moleculares, a cual mas asombrosos.
Escribí hace años un artículo sobre la maravilla del diálogo de amor “biológico” entre la mujer gestante y su hijo embrionario. Conforme vamos conociendo mas detalles de esta especialísima simbiosis es justo pensar que la naturaleza imita al arte.
Hoy día la ciencia no permite separar lo biológico de una persona del resto de su humanidad. La gestación pone al hijo en relación con el mundo interno de su madre, pero también con el exterior de la vida de ella. Le llegan, a su través, sonidos, olores, emociones, etc. Así comienza a impregnarse del entorno familiar. Será el hogar y el amor de sus padres y hermanos los que terminarán de prepararle para la vida.
En ese dialogo de amor biológico entre madre e hijo, si la fecundación ha sido natural, la madre acepta tolerar lo que el hijo lleva que no es de ella, sino del padre. La madre no rechaza al hijo como si fuera algo extraño; tampoco lo reconoce como sólo una parte de su cuerpo. El hijo le presenta, biológicamente, a su padre y entonces toda una red bioquímica actúa para mantener esa tolerancia de la madre para su hijo intrauterino. Cada embarazo sucesivo favorecerá esa mutua aceptación inmunitaria. En cambio cuando la generación ha sido en un laboratorio, no hay ese diálogo de amor molecular entre madre e hijo. Entonces el hijo es un injerto extraño a la madre y lo rechaza. Por eso es tan difícil la anidación del embrión engendrado in vitro y transferido a una madre uterina, que no lo engendró.
¿Pero que decir del microquimerismo maternal con que los hijos agradecen a su mamá el haberles traído a la vida? Investigaciones muy recientes muestran que los órganos de la madre siguen conteniendo, por años, células embrionarias de los hijos que tuvo, células que, por ser inmaduras, son pluripotenciales, pueden transformarse en células maduras de diversos tejidos. Y ya se ha comprobado, como ejemplos, que actúan en la regeneración del dañado miocardio de su madre y que impiden también la aparición en la mamá del cáncer papilar de tiroides.
Bueno sería que todos los varones reflexionáramos sobre ello para tratar con mayor respeto y admiración a todas las mujeres, especialmente cuando han sido dignificadas con el prodigio biológico de la maternidad.