Por Dr. Marino Vinicio Castillo Rodríguez
Lanzar la fe por la borda o endeudarme aún más en las luchas, puede ser mi principal dilema de hoy. Lo percibo mejor cuando el tiempo me advierte que ya van ocho décadas de lo acordado. Se agota la vida, según se dice.
Lo misterioso es que no tiene necesidad el tiempo de prevenirme de que se avecina la estación fi nal. Sé muy bien que es hora innegable de recuento. La vida se ha programado de forma tal que lejos de inquietar con las angustias de su terminación, acuden a ella las mejores y más serenas refl exiones. Ahí es cuando la apreciación de la calidad de la conducta se puede hacer con mayor seguridad, en un sentido o en otro.
El papel de la conciencia se acentúa entonces y, a medida que se van repasando los recuerdos, se forma un especial tribunal muy íntimo, cuyo veredicto es inexorable, para bien o para mal; para la paz o el remordimiento.
Es una coyuntura, la de la edad avanzada, en la que pierden significado los avatares excitantes que se desprenden de las opiniones de los demás, de los temibles juicios de otros, acerca de cómo hemos actuado en la vida.
Se sabe que eso siempre ha sido posible manipularle, condicionarle, para que esa veleidosa vedette que es la fama haga de las suyas con sus embrujos engañosos que nos suelen hacer ver virtudes, donde no las hay, y defectos allí donde las pugnas se han encargado de fabricarlos.
Los tiempos finales de la vida son implacables para establecer y describir lo que puede haber de mentira en el falso mérito o puede haber de corrección en el comportamiento deformado por las descalificaciones de los intereses malvados de las conveniencias de pasiones y ventajas de la vida como disputa.
Lo que queda como espacio vital en el ocaso es muy exigente e invasivo, tanto como para decir que en ese tribunal de la conciencia ningún culpable resulta inocente.
Las luces y sombras que, se afi rman, para resumir la indulgencia en los juicios de conducta, no son aplicables en esa jurisdicción de la conciencia.
Sin embargo, existe otro plano que es la inmersión del espíritu en ese mar de recuerdos de la vida y que se refi ere a saber si ha valido la pena haber asumido posiciones de lucha en causas sociales, nacionales, tenidas o propuestas como cruciales.
Lo que parece atormentar en este campo no es preguntarse si uno lo hizo bien, pese a las incomprensiones, sino más bien determinar si hizo cuanto pudo y debió hacer. Es una delicada rendición de cuenta que se refiere a la cuestión del deber cumplido frente a su sociedad hacia futuro.
U na manera de enfrentar la perspectiva de cómo serán las cosas, después de la desaparición, y cuál será la suerte de la causa defendida.
Y eso, no por la vanidad del reconocimiento o por temor a la execración de los esfuerzos.
Lo que importa realmente es la cuestión de saber de la utilidad posible de sus esfuerzos y aquellos riesgos que ellos hayan podido entrañar y preguntarse: ¿Se benefi ció la sociedad? ¿Mejoraron sus umbrales de defensa ante los males combatidos? ¿Prendió el alerta incesante? Ese es mi caso. Lo que más me asedia y agobia, al asumirlo, es la certeza que tengo de la letalidad de la epidemia de la droga criminal.
Pienso que esa es la peor derrota nuestra de todos los tiempos.
Entristece el convencimiento de que los factores que la han regado e impuesto a legiones de jóvenes cuentan con medios de odiosa opulencia en capacidad de bloquear los reproches, que son capaces de inhabilitar todo género de defensa y de acobardar a quienes se rehúsan a enfrentar la tragedia del quebranto de las víctimas, y se dedican, con perversa indiferencia, a tolerar apologías subliminales de los victimarios o a sentirse ajenos al hondo trastorno que todo aquello implica, no solo para la salud sino para la seguridad de la familia y la paz nacional.
Mi dilema es, pues, escoger entre las dos opciones que señalé al principio. Y les digo: me iré de la vida sin mirar la borda, aferrado a mi fe.
Aumentaré mi compromiso bajo la predestinación que se utiliza para defender la validez del esfuerzo en la afi rmación inmemorial de “las botas puestas”.
Desde luego, hay muchas cosas sensitivas envueltas en estas simples refl exiones. Pero pienso que es una versión testifi cal la mía de alguien que ha creído que los hechos y el tiempo son los encargados de hacer las veces de la conciencia social, que si fuéramos a hacer caso a “la posteridad y sus vanaglorias”, pudieran hasta servir para atribuir razón y algún mérito a quien lo haya hecho en forma tenaz y limpia.
Pero, eso no es lo que está en juego. Es la salud de los jóvenes arrasados por el vicio del crimen y la destrucción de la patria en sus bríos esenciales. Es eso lo que cuenta.
Para ello, a lo único que aspiro al final es que Dios ampare al pueblo y lo dote de la sabiduría y el valor necesarios para su defensa extrema y final.