Por Luis García Dubus
Miguelito estaba sentado en el suelo, entretenido con un juguete que le habían regalado en su sexto cumpleaños, cuando alguien se le paró en frente y le dijo: “Tienes que portarte bien y no hacer nada que moleste a tu mamá, porque ella está muy enferma, y se va a morir pronto... ¿entendiste?”
Miguelito se quedó mirando el suelo y no contestó. Por suerte para él, el portador de aquella noticia no le exigió una respuesta, y se fue. Y allí se quedó Miguelito, solo. Por primera vez en su vida, solo.
El juguete se le cayó de la mano. Ya no le importaba. El mundo exterior podía lucir idéntico, pero en su pequeño mundo interior se había producido un derrumbe total.
Y no era para menos. Para un niño de seis años, su madre es un valor de absoluta prioridad. Su padre, hermanos, amigos y juguetes también son valores. No es que no lo sean. Pero la madre es un valor prioritario. Es lo fundamental, es lo esencial. Todos los demás valores se supeditan a éste.
La vida de Miguelito se había quedado repentinamente suspendida en el aire. Le habían removido la base en la que estaba cimentada.
Estaba sin sostén y sin apoyo. Estaba solo. Probablemente ha pasado usted por una experiencia similar a ésta.
La pérdida de la madre, del padre, del cónyuge, de un hijo o de una hija, produce un vacío aparentemente imposible de llenar.
Y es natural. Relaciones de este nivel constituyen valores fundamentales para cualquier persona normal.
De estos valores fundamentales nos habla el Señor en el evangelio de hoy (Lucas 14,25-33). Y nos dice algo que puede resultar hasta chocante acerca de ellos. Dice el Señor:
“Si uno de ustedes quiere ser de los míos y no me prefiera su padre y a su madre, a su mujer y sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (v. 26).
Una pregunta
¿Qué significa esta frase aparentemente tan exigente de parte del Señor? Significa que el Señor quiere que lo tengamos a Él como nuestro valor prioritario, así como tenía Miguelito a su mamá.
Otra pregunta
¿Qué ventaja tiene quien lo tiene a Él por encima de cualquier otro valor? Tiene la ventaja de saber que está aferrado a alguien a quien a quien no perderá nunca, y por lo tanto, tiene la garantía de no quedarse solo jamás.
De esta forma, el cristiano se libera del peligro de llegar a ser un pobre Miguelito desamparado, y se convierte en una persona madura, que sabe en quién ha confiado.
Puede que pase por momentos de tristeza, pero jamás de desesperación. Quien tiene al Señor como su valor esencial y primordial puede superarlo todo. Como dice Louis Evely: “La alegría cristiana es una tristeza superada”.
El Señor es el único valor firme, seguro y trascendente, en el que usted y yo podemos fundamentar nuestra razón de vivir. Todos los demás valores son sólo juguetes de niños que en cualquier momento se nos pueden caer de la mano.
En cambio, acerca del Señor, afirma San Pablo: “Nadie que confía en Él, quedará defraudado”. (Romanos 10,11) ¿De qué o de quién depende su felicidad?