Por Juan Francisco Puello Herrera
La mentira es un defecto o una forma de acomodar la vida a gustos y preferencias. La verdad siempre se impone, no tiene tiempo, siempre llega, tarde o temprano hace su entrada triunfal. Hay quienes recurren a ese artificio para lograr propósitos cuestionados y cumplir planes a corto, mediano y largo plazo.
Donde la mentira se convierte en algo pernicioso es cuando se le utiliza cada vez que se quieren justificar actitudes, sobre todo si están reñidas con lo justo, la moral y las buenas costumbres que deben prevalecer.
La manipulación de acontecimientos pasados y presentes a través de distorsiones en el tiempo y el espacio adquiere una mayor relevancia con el hecho de encubrir con apariencia de verdad hasta la propia vida que se lleva, lo cual es una forma miserable de engañarse y engañar a los demás.
Y eso es la mentira, un engaño, nada la justifica, ni siquiera recurriendo a sutilezas o considerando si favorece o no a algún sujeto a quien se le debe un favor. Aquellos que tienen una mayor responsabilidad social, no pueden ser proclives al engaño hablando falsedades.
La mentira altera la realidad de lo que realmente sucede. Lo peor que puede ocurrir a alguien, es cuando la mentira, forma parte de su escala de valores, maquillada bajo una irrealidad.
De igual manera, cuando es el modus operandi de uno que otro habilidoso metido a serio o arrepentido de su “mala vida”, y que la utiliza para conseguir prebendas o ganar favores, sean estos materiales o espirituales. Es de temer el no decir la verdad, porque es vivir bajo una permanente sensación de inseguridad.
Se puede decir que es vivir condenado a que su verdad sea siempre sospechosa.
Lo que sí cabe recordar, es que se podrá engañar a los hombres, pero a Dios no.