Por el Dr. Juan Francisco Puello Herrera
¿Quién no ha sentido o percibido la envidia de cerca?
Es una sensación a la par que extraña, desagradable. Más de un provocador de envidia, ha decido ocultar su prosperidad, para no ser blanco de ese resabio.
Muy pocos se alegran de los triunfos de los demás, más bien gozan con sus fracasos. Donde reina la envidia no puede haber virtud.
La envidia corroe el alma y la empequeñece. La gente envidiosa se envilece, vive de lo peor que puede vivir un ser humano, de su propia miseria. Miseria que lo lleva a matar cualquier iniciativa que él pueda tener, privándole de hacer cosas que le permitan obtener en buena lid lo que tiene el otro.
La misma no se puede disimular e impulsa a la mediocridad; es difícil erradicarla de la interioridad del ser humano, porque se esconde en lo más oscuro de los sentimientos, por eso se dice que es inmortal.
Lo que es peor, hay gente que no se reconoce envidioso, convirtiéndose en un ser despreciable, aislado y lleno de resentimientos.
La envidia supera con creces la vileza y la cobardía. Aniquila iniciativas, por eso el envidioso no cree en el futuro, pero tampoco tiene presente ni pasado.
La envidia mata, pero también mortifica. Violando una regla de la caridad cristiana, el mejor antídoto contra la envidia es alejarse del envidioso, porque nunca querrá el bien de los demás, por el contrario, siempre estará pendiente de lo que tienen otros, lo deseará, pero nunca tendrá la suficiente entereza para conseguirlo por sus propios medios.
Aquel que no tiene envidia tiene un gran trecho ganado con Dios, porque el gran enemigo de la felicidad es la envidia.
El poeta español Ramón de Campoamor la definió como la polilla del talento; agregaría, que es la máscara del ambicioso.