Por Stella Troncoso de Hernández
Se dice con mucha propiedad que las jóvenes doncellas suelen sonrojarse. Sonrojos provocados a veces por piropos galantes, por “miradas provocativas de enamorados, por vergüenza, por indignación o por sentimiento de culpabilidad”. Pero el sonrojo no solo es propio del sexo femenino: los hombres también se sonrojan.
Puedo dar fe de ello, pues yo sin intención, he provocado sonrojos; pero hay un sonrojo significativo para mí, y fue el reflejado en la siniestra faz de un inescrupuloso “galeno”.
Nada grato resulta para mí recordar este sonrojo.
Tenía yo diez hijos, cuatro varones y seis hembras, la menor apenas contaba dos años y recién se recuperaba milagrosamente de una gravísima enfermedad. Mi esposo no tenía trabajo y aunque en verdad no confrontábamos estrecheces, sí estábamos viviendo momentos de tensión. Yo no me sentía bien de salud y se lo achacaba a los problemas emocionales, aunque también pensaba que podría estar embarazada.
Mi médico estaba enfermo. Por esa circunstancia decidí acudir a otro ginecólogo para salir de dudas. Tan pronto como el “susodicho galeno” terminó de examinarme, me dijo: “Mire madamita, no se preocupe, venga esta tarde con su marido y ya no tendrá problemas”. Yo, queriendo haber entendido mal, le interpelé: “Doctor, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué debo venir esta tarde con mi marido? ¿Estoy enferma?” Entonces él tranquilamente me respondió: “No madamita, no está usted enferma, está embarazada; venga esta tarde con su marido y arreglamos eso”.
Al percibir lo que me estaba proponiendo, indignada, me levanté del asiento donde estaba sentada y le grité: “¡Doctor, yo vine aquí en busca de un diagnóstico, sin pensar jamás que se podría sugerir el acto criminal de matar a una criatura que Dios quiere dar vida en mi cuerpo!”, y alzando más la voz le dije: “!Yo no soy una asesina, doctor!”. Luego pude ver cómo la faz siniestra del asustado galeno, ante mi reacción de madre ultrajada, cambiaba de pálida rigidez en rojo encendido, de rubor provocado, tal vez, por mi indignación ante su Propuesta Diabólica de aborto y por sentirse culpable de haberlo propuesto.
Mi hijo número once, Eudaldo Rafael, nació sano y robusto y hoy es todo un profesional, felizmente casado, con tres hijos.
Por lo expuesto aquí, podemos afirmar que los sonrojos no sólo son propios de jóvenes doncellas, los médicos ginecólogos también se sonrojan: ¡Oremos por ellos!