Cortesía de Don Alberto Jenny (http://www.conocereisdeverdad.org/)
En el diálogo auténtico es preciso "escuchar con atención la voz de la verdad", de modo que no se detenga en el reconocimiento de algunos valores compartidos, sino que avance para indagar su fundamento último.
Para La Iglesia, el objetivo último del diálogo es siempre la búsqueda de la verdad y su motivación no es otra que la urgencia de la caridad. Centrar las cuestiones esenciales de la vida humana: ¿cuáles son su origen y su destino?, ¿qué son el bien y el mal?, ¿qué le espera al hombre al final de su existencia terrena?
Todo hombre tiene la obligación moral y el deber natural de responder a estas preguntas.
Este esfuerzo de diálogo no debe suponer para La Iglesia poner entre paréntesis la propuesta cordial de Jesús de Nazaret, que los cristianos reconocemos como el Logos eterno que se hizo carne para reconciliar al hombre con Dios. "Es a Él a quien llevamos al fórum del diálogo interreligioso". Es su seguimiento, y no otra cosa, lo que impulsa a los cristianos a abrir sus mentes y sus corazones al diálogo. Por supuesto, el método de este diálogo para La Iglesia no puede ser otro que el de la caridad: amor al destino de cada interlocutor, reconocimiento absoluto de su dignidad, y respeto exquisito de su libertad, para proponerle (jamás imponerle) la fe en Cristo como respuesta a las exigencias más radicales del corazón del hombre.
La cuestión de la libertad religiosa con todas sus implicaciones tiene que ocupar el centro de la escena en todo verdadero diálogo. Es curioso que en un diálogo que con frecuencia se decantaba casi exclusivamente por cuestiones de colaboración práctica, la cuestión de la libertad no resonara con la debida agudeza y amplitud. Parece que esos tiempos llegan a su fin, porque como dijo Benedicto XVI en el discurso (IV.2008) de Washington, "el deber de defender la libertad religiosa nunca termina", y eso implica afrontar sin ambages cuestiones como la educación religiosa en las escuelas, el proceso de conversión, la reciprocidad y la dimensión pública de la fe religiosa. Cuestiones todas ellas espinosas y no sólo en el mundo islámico, sino también en las áreas de predominio hinduista, budista y judío.
A nadie se le oculta que este nuevo enfoque requerirá tiempo y fatiga, pero se traducirá en un diálogo más denso y verdadero, capaz de fundamentar con mayor solidez una auténtica amistad que contribuya decisivamente a la convivencia y a la paz. En todo caso, ese es uno de los núcleos del pontificado de Benedicto XVI que mejor nos revelan su verdadera imagen: la de un creyente en Cristo que no teme medirse con las exigencias de la verdad, y que invita a todos a este saludable intercambio.